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CRONICAS DEL METRO Y OTROS VEHICULOS

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Intento viajar con el oído de General Anaya a Polanco

Por Laura Molina

El martes en la tarde emprendo un viaje en Metro desde un extremo al otro de la ciudad. Comienzo en General Anaya en la línea azul. Paso el torniquete de la entrada y bajo las escaleras, tomo el tren con dirección Cuatro caminos. Me subo al vagón y me siento. Sin embargo, me doy cuenta que hay una señora mayor al frente mío. Aunque estoy un poco cansada (yo que tengo dentro de mí una pequeña boy scout frustrada), no puedo evitar sentir que debo darle la silla. ¿Quiere sentarse? Sí muchas gracias, que Dios le dé el cielo, me dice la señora. Yo le respondo con una sonrisa pequeña y tímida. Y que le dé salud y amor y todo el paquete completo. Siento ternura al reconocer el calorcito especial que me da en el corazón, al recibir la bendición de un extraño.

De repente, una voz fuerte y segura: Es el soporte, el soporte para todo tipo de celular, para ver videos, para escuchar música a sólo 10, 10 pesos, 10 pesos le cuesta, 10 pesos le vale. Me acuerdo de mí misma tratando de ver un video en el celular mientras cocino el desayuno por las mañanas y pienso que sería una compra útil. Parece que la vendedora me lee la mente: para el ama de casa, para que no recueste el celular en el vaso…

Poco después me siento. En cada estación suena la penetrante alarma que anuncia el cierre de

puertas. El convoy arranca y el sonido ascendente del vagón que aumenta su velocidad se mezcla con el ruido constante y soso del aire acondicionado. Al lado mío, una joven que habla por celular, “no manches”, pausa, “no manches güey”, pausa, “en serio te pasas”, pausa, “no manches”. Esto es todo lo que dice. Trato de adivinar qué es lo que la sorprende tanto, pero se baja en la siguiente estación y me quedo con la sed de chisme intacta. Ya voy llegando a Tacuba para transbordar a la línea naranja.

Salgo del vagón. Transbordo a la línea más profunda del Metro. Empiezo a bajar mientras la temperatura aumenta. ¿Qué otro tipo de experiencia podía esperar cuando me dirijo a la Barranca del muerto? Trato de no pensar que cada vez me sumerjo más en la tierra, trato de no pensar en el miedo que me da que de repente, mientras estoy aquí abajo, tiemble.

Ya bajé la primera escalera y mientras bajo la segunda, justo en la mitad, un cochecito de un joven que baja a su bebe con dificultad pierde una rueda. La fila ensimismada de personas que va al frente de él, con la mayor prontitud recoge la ruedita y la pasa de mano en mano hasta devolverla a su dueño, como en la mejor carrera espontánea de relevos. Me alegra ver ese pequeño gesto deportivo y amable, en medio del afán y el ensimismamiento automático propio de la masa atareada que circula por el subterráneo.

De repente llego a un oasis en medio del desierto. El corredor que deja entrar un poco de luz y aire calma mi claustrofobia y Fotos para la posteridad, la exposición temporal del Museo del Estanquillo, me devuelve la curiosidad. Son fotografías de personas que vivieron en México a comienzos del siglo XX. Están organizadas en las etapas, ya convencionales y a mi parecer un poco burdas, de la vida humana: nacer, crecer, reproducirse y morir.

Primero, unas pequeñas fotos sepia de niñas vestidas como muñecas, luego las de unos músicos jóvenes muy elegantes y orgullosos acompañados de sus brillantes instrumentos musicales. Siguen, los retratos de unas parejas perfectamente acomodadas para la foto, que no se miran entre sí. Y finalmente, algo que me sorprende: fotografías de padres que, al perder a su hijo, se retratan con el niño muerto en brazos.

La exposición termina con la muerte, sin embargo, en el ángulo que forma el final del vidrio de la exposición de fotos, una pareja de chicos se abraza largamente. Esta escena, aunque no está fotografiada, parece de alguna forma detenida: ellos están de pie sobre una isla de tiempo eterno, rodeados de un mar de tiempo acelerado en el que navega el resto de la multitud. Me conmuevo. Recuerdo la sensación en el cuerpo de detener el tiempo en un abrazo. Sin embargo, la corriente acelerada me recuerda que debo seguir.

Subo al nuevo vagón. De Tacuba a Polanco hay sólo dos estaciones. Se abren las puertas y salgo. Camino hacia la salida. La luz de la tarde que se cuela por la escalera me da la bienvenida a la superficie del otro lado de la ciudad.

Viaje sin sentido

Vagón del Metro. Foto: Andrea Murcia/Cuartoscuro.com

Vagón del Metro. Foto: Andrea Murcia/Cuartoscuro.com

Por Alejandra Huautla

Primero pasos grises y monótonos, todos iguales, apresurados y uno que otro pegajoso. Pasos chiclosos como de quien se ha embarrado de algo asqueroso antes de entrar al andén. 2, 1, 4, 1, repiten diferentes voces, mientras alguna señorita enmudecida se limita a deslizar los boletos.

Luego viene el pitido aprobatorio: “usted puede pasar”, y el sonido mecánico de los torniquetes. De nuevo, pasos artificiales subiendo escaleras. Son tan monótonos y cercanos unos de otros, que al parecer todos esos pies avanzan como una sola masa. Al final de la escalera los pasos se apresuran, el tren ha llegado con un resoplido, la gente respinga y choca entre sí. Tintineo de pulseras y anillos que abrazan tubos y agarraderas, bolsas y maletas que caen al suelo y finalmente, todos se sientan con un suspiro.

“Dije, ya chingué. Y en eso que me para el policía, a ver, ¿qué traes ahí?, así no puedes pasar. Le digo, es mi mercancía patrón ¿qué voy a traer? Déjeme pasar, voy aquí a Potrero”. Intento seguir el hilo de la historia, pero una voz me distrae: “¿me das permiso? Sólo quiero tomar una foto”. Detrás de mí hay un anuncio de no sé qué. “Sí, claro”.

El metro comienza a avanzar con sus ruidos de caricatura: resoplidos, engranajes, pitidos, metales que chocan, se deslizan y se mueven. “Voy por unas mariposas al Zócalo para mi hija. Es que se le ponen negras, no le hacen fea la oreja, pero se le manchan”. Una segunda mujer le contesta, “¿apoco, ahí tengo líquido para limpiarlos!”, “no, los compre ahí con la señora esa, pero siempre se me hacen feos, se me hace que no es plata plata”. “Métalos en cloro, si se limpian, sí es plata, si no no”, las interrumpe una tercera mujer. “¿Ah, de veras? Gracias”.

El bufido del transporte va disminuyendo conforme se acerca a la siguiente estación: ruido metálico de frenos, puertas abriéndose, resoplido cansado y el gemido de los pasajeros empujándose. Y los mismos sonidos en el mismo orden se repiten en cada estación: bufido, freno, metal, resoplido, gemido; bufido, freno, metal, resoplido, gemido.

Una mujer y un jovencito hablan muy cerca de mí. ¿Dónde nos vamos a bajar?, Faltan cuatro estaciones, Mira, Ah, Ya se me hizo largo, ¿Traes la esa?, Huele chido. “¿Qué loción usa?”, pregunta el jovencito. “Sha sha” es lo que logro escuchar de un tercero. “Ahhh, huele bien”, “¿Cómo?”, pregunta la mujer. “Baggage”, contesta el chico. “Ah, gracias. Huele bonito. ¡Dile gracias!”, ordena agraviada la mujer; el trio se ríe desvergonzadamente. “Es que hasta acá nos olió, se agradece. Lo normal es que huela a sobaco.” Risas nuevamente. “Si, pensé, aquí huele a que alguien sí se bañó”, “Gracias. Sí, son aromas frescos”. “Anótalo, ¿traes pluma? Se te va a olvidar”, enfatiza la mujer. “Que no, que si me acuerdo”, respinga el chico. “A ver ¿cómo se llama?”, “Bosch, de Cristian no sé qué”.

Me entretengo con los ruidos de fierro del metro porque nadie habla. Entonces un hombre comienza su rima, “pelota que bota y se estira, pelota, diez pesos la pelota que bota y se estira, bonito detalle, bonito regalo, pelota, diez pesos la pelota”.

El tren anaranjado llega a una nueva estación con sus sonidos bien ensayados: bufido, freno, metal, resoplido, gemido de pasajeros. De pronto, una dulce voz de mujer comienza a cantar a lo lejos. La voz de acerca, seguramente trae una bocina que acompaña su canto con una suave melodía. La mujer se detiene cerca de mí y comienza a hablar, “Hola, buenas tardes. Quisiera no tener que molestarlos, quisiera ser una persona común y corriente pero no lo soy. Yo era bailarina, pero tuve un accidente. Vivía en Puebla con mis padres y viajábamos a la ciudad de México de vacaciones cuando tuvimos el accidente. Perdí a mis papas, ellos fallecieron y yo me vi en la necesidad de subir al transporte a…”.

Entonces, alguien pasa muy cerca de mí empujándome el brazo. Abro los ojos involuntariamente y veo frente a mí a un guardia de seguridad que sostiene a una mujer alta y corpulenta por el codo. La mujerona lleva lentes oscuros y un bastón. El guardia le habla muy bajo cerca del oído, “no puedes estar aquí, tienes que bajar”. Ella, resignada, baja sin decir una palabra.

Cierro los ojos nuevamente y en la siguiente estación sube un vendedor de “plumas bonitas, plumas de unicornio, plumas de moda, plumas de novedad, bonitas plumas de unicornio, tinta negra, diez pesos la pluma de unicornio, diez pesos la pluma de moda punto fino”.

Y durante el resto del trayecto suben otras vendedoras de “mazapanes, mazapanes de cacahuate, tres mazapanes por diez pesos; de ligas para el cabello, de colores y negras, diez pesos ligas para el cabello; de protector de pie en diez pesos, diez pesos el protector de pie en color negro y color piel; de la revista de sopa de letras con sudoku, mandalas y crucigramas, diez pesos la revista de entretenimiento, es la revista de sopa de letras; de la memoria de 16 G en modelo metálico que puede calarla, puede probarla; y de chicles, paquete de chicles diez pesos, chicles en diez pesos, son chicles de la Listerine”. Pero ni un solo guardia se aparece en el resto del trayecto. Ningún otro guardia vuelve a interrumpir el afanoso canto.

En las entrañas de la ciudad

Por Patricia Munguía

“Boleeetos, boleeetos, salidas a Oaxaca todos los días, 10 de la noche…”, grita un hombre bigotudo, de amplio abdomen y piel de chocolate, como el rey de la canción de Cri-Crí, a la entrada del metro Revolución.

De reojo y con el sonido de fondo de los autos circulando, alcanzo a ver a dos mujeres de rostro avejentado y cargado de maquillaje, cuya vida alegre, imagino, tuvo su auge, quizá, en los años 80. A su lado, algunos yonkis de la colonia adornan la acera con sus cuerpos percudidos y olorosos, arrebujados en una cobija, con una blanca esponjita entre sus dedos de alquitrán, soñando o viajando al insondable universo de los disolventes.

Giro los brazos metálicos de los torniquetes después de escuchar el agudo silbido que emiten al cobrar su cuota y el calor de las entrañas del subterráneo me atrapa de inmediato.

Mientras bajo las escaleras hacia el andén, escucho las puertas de la gran serpiente mecánica cerrarse; exhala y comienza su marcha hacia Cuatro Caminos, donde habitan los fantasmas de mi infancia. Tomo rumbo en dirección contraria.

En el andén hay pocas personas, es buena señal para un recorrido sin demoras. En las pantallas que cuelgan sobre las cabezas de los usuarios aparecen imágenes de un grupo musical que no logro reconocer; los altavoces dejan escapar sonidos de tambores y otras percusiones que no coinciden con la proyección del video, pero poco importa porque el ofidio ha llegado. Al abrir sus fauces, salen expulsadas, entre risas y gritos, mujeres cargadas con bolsas, mochilas y niños despeinados, logro colarme por un costado pues, si no subo pronto, la indolente locomotora me dejará varada en el largo pasillo.

“Ay, es que se cerraron muy rápido”, se queja una melosa voz femenina.

Me siento y observo todo el panorama. Un intercambio de chistes nada graciosos tiene lugar entre dos adolescentes desfachatados que piden dinero al concluir con el clásico “bueno, como pueden ver no somos grandes artistas ni mucho menos; si gustan cooperar con algo que no afecte a su economía o regalarnos una sonrisa. Nomás no vayan a sonreír todos, ehhh”.

Vendedor. Foto: Aristegui Noticias

Les dan algunas monedas y las mudas pláticas continúan mientras los aspirantes a cómicos se jalonean al centro del vagón y se carcajean cada vez que chocan contra las suaves carnes de algunas señoras, quienes les dirigen penetrantes miradas y muy ofendidas se cambian de lugar. Por fin, los payasitos se bajan en el zócalo entre empujones y risas desbocadas.

Transbordo en Pino Suárez hacia la línea rosa y camino por un largo pasillo en cuyos muros exhiben antiguas portadas del periódico La Prensa, una de las cuales muestra una fotografía de Siqueiros postrado en una cama mientras una mujer solloza sobre su pecho; el muralista mexicano había muerto.

Algunos de los otros humanos que me rodean caminan de prisa, otros se detienen a observar las portadas gigantes de las vitrinas y otros tantos van tomados de la mano o conversando animadamente. El ruido sordo de las pisadas se fusiona en una marejada de sonidos salvajes.

“Observatorio es de este lado”, informa una señora de aspecto descuidado a un hombretón que parece ser su esposo, y atraviesan el estrecho espacio de la valla metálica que divide el camino a paso lento.

El engranaje eléctrico que me traslada al otro lado del andén emite un ligero y suave zumbido interrumpido por el veloz paso de algunos transeúntes que con esfuerzo trepan los fríos peldaños.

La serpiente naranja anuncia su llegada con un feroz aullido; se abren las puertas, y al interior, un hombre sin manos anuncia: “Amables usuarios, no tengo trabajo por mi discapacidad, por eso me veo en la necesidad de pedirles una ayuda, para poder llevar algo de comer a mi casa, lo que sea su voluntad, Dios los bendiga” y recorre el vagón de extremo a extremo, algunas manos arrojan monedas en un pequeño bolso que cuelga de su cuello. Se cambia de vagón y continúa su perorata.

Enseguida se sube una mujer de treinta y tantos años y comienza a repartir delgados libritos con sofisticadas figuras para colorear, no habla, sólo va depositando los blancos objetos en una y otra mano, a veces los coloca sobre los bolsos de las mujeres que yacen en sus cansadas piernas y continúa su recorrido para después pedirlos de regreso. Un niño convence a su madre de que le compre uno; es la única venta que hace. Se traslada al siguiente vagón y la marcha del tren se reanuda.

Veo pasar las estaciones, los pasillos rosados, mareas de gente indiferente y el débil soplo del ventilador que no impide que el sudor resbale por las pieles multicolores.

Los asientos verdes van quedando vacíos conforme nos acercamos a la terminal. La corriente fresca del aire citadino nos recibe al descender. Son las 15:40 horas. Una nueva travesía me espera en el autobús.

El Rigo, músico callejero

Por Manuel Díaz

Estaba caminando por una avenida intentando encontrar a alguien interesante para platicar; una micro pasó veloz y, por el acceso trasero, lo pude ver: delgado, moreno, cabello ondulado hasta los hombros, guitarra vieja y decolorada. Ahí va mi crónica, pensé y seguí caminando desesperado. Cuando llegué al semáforo volví a verlo, encorvado y lánguido caminando, vestía jeans de mezclilla acampanados, camisa negra y chaleco de lana deslavados. Cruzó al lado contrario, el semáforo volvió a verde y la decepción se reanudó. ¡Qué no lo dejen subir!, pensé mientras esperaba el rojo; la luz cambió y crucé, le di alcance bajo un árbol donde esperaba estirando la mano.

Julio Cesar, alias Rigo por su evidente parecido con el rockstar de Matamoros, tiene 49 años y es originario de los Reyes la Paz, Estado de México; vive de lo que saca tocando y cantando en las micros; por el momento ese es su oficio, pero está pensando en abandonarlo pronto, como él mismo lo cuenta.

Me acerqué a él esperando un desenfrenado placer por la música de su parte, tal vez romanticé su oficio, pero sus motivaciones son más simples y tal vez por eso más validas:

“Aquí saco más de lo ganaba trabajando en una fábrica donde hacen las botellas de plástico, esas de Pinol”.

Le pregunté por el momento en que tomó la decisión de tocar en las calles, mientras él intentaba acomodar la cinta de su guitarra sobre el hombro, una cinta que está hecha de retazos de otras cintas, y dudó en dar una respuesta honesta, pero se animó: “Es que yo soy alcohólico y por eso. Antes yo tenía mi negocio, ve

La trova nunca muere. Foto: www.perlavision.cu

La trova nunca muere. Foto: http://www.perlavision.cu

ndía colchones de hule espuma, pero llegó el alcohol y me quedé en la calle. Llevó cuatro años sin tomar y un año y medio tocando aquí. Toco más las baladas, anteriormente tocaba rock, a mí me gusta el rock, pero la gente casi no me daba; las baladas les gustan más, José José, Roberto Carlos, Juan Gabriel. En la fábrica ganaba como ochenta pesos y aquí ando sacando los cien, ciento treinta; un día gané trecientos”.

Un niño que vendía plátanos junto al semáforo se acercó a escuchar la plática. Es medio día y me interesó el tiempo de su jornal: “Pues le doy desde temprano, ahorita apenas voy empezando, como a las dos ya le paro, voy a comer y después otra vez a las cuatro y de ahí hasta las ocho de la noche. Ahorita sí, tengo que sacar para la renta. No te creas la calle está cabrón. Uno tiene que soportar muchas cosas; para empezar, pedir permiso, a veces los choferes te dan chance y otras no, unos son culeros. Los pasajeros casi siempre son buena onda, pero igual depende como vengan o el tráfico; cuando hay tráfico no te dan, la gente va cansada, molesta, enojada y ni modo uno tiene que aguantar, llueve o truene uno le tiene que dar, aquí es diario”.

El Rigo parecía más suelto y siguió intentando que no se cayera la cinta de sus hombros, digitaba las pisadas y arpegiaba simulando tocar, le pregunté sobre sus rutas: “Sólo ando por aquí, un tiempo anduve por el Centro, pero allá ya no te dejan, te sube la camioneta y te lleva al Torito, por eso ya mejor sólo por acá. Sí, ya está muy difícil. Luego ya hay otros que se adueñan de los lugares y te andan cobrando, incluso aquí, luego te dicen que hay que ir a juntas para que te dejen trabajar y que te tienes que caer; yo daba veinte cada semana, imagínate cuantos somos, es una lana. Ahora me dicen que vaya y digo que tengo que ir a otro lado. Un día me encontré al organizador y me dijo qué onda, por eso ya no voy”.

Rigo me pareció interesante, su pasado y su presente, quise saber sobre su futuro; no vi el amor al oficio de trovador en él, y le pregunté si deseaba volver a su vida de antes, a su negocio: “Para eso tengo que tener un trabajo estable, ahora ya nada más te prestan como diez mil, pero para eso uno tiene que demostrar ingresos y para eso se necesita un trabajo bien. Y pues ya estoy buscando, ya va a quitar las micros y van a poner puros camiones y ya no van a dejar subir. Por eso ahora que va a llegar el nuevo presidente dicen que ya van a haber trabajos bien pagados, por eso yo creo que para después de diciembre voy a empezar a buscar un trabajo bien”.

Me despedí de Rigo, ya con más confianza chocamos los puños y él se quedó allí cerca del semáforo, bajo la sombra del árbol esperado que lo dejaran subir a tocar.

Érase una vez en el Metro

Compartimos dos momentos, dos  visiones no sólo de lo que se ve sino de lo que se oye en el Metro de la CDMX

 Por Daniela Martín del Campo y Alitzel Campos

I. Safari auditivo

Son las 8:30 de la mañana en Metro Normal. Subo las escaleras corriendo, pues la primera criatura de esta cacería de sonidos ya se acerca por el túnel, rasgando el aire como si fuera una hoja de papel.

Llego al andén justo cuando la bestia abre sus fauces con una exhalación de dragón. Subo, apretujándome entre entes somnolientos, al tiempo que un pitido robótico indica que las múltiples bocas de este ser metálico están por cerrarse. Los últimos pasajeros se apresuran para no quedar apresados en su mordida.

Con la panza llena de oficinistas, estudiantes y obreros el tren parte rumbo a Taxqueña. Los sonidos emitidos por sus entrañas harían pensar en una moderna nave espacial cruzando dimensiones. Sin embargo, la edad de la maquinaria se hace notar con los esporádicos chillidos de ratón de los frenos.

A esta hora los pasajeros permanecemos silentes y adormilados. De vez en cuando aparece una tos polvosa o se entretejen conversaciones siempre demasiado lejanas que me llegan como a través de una almohada.

Subte…

En la siguiente estación reconozco el sonido de una ruidosa ave tropical saliendo del silbato de un policía. A medida que el tren avanza los viajeros van regresando a la vida. Una mujer joven le dedica varias estaciones a una llamada telefónica en la que explica su recién adquirida inteligencia emocional y la importancia de este hecho en su más reciente pelea con una amiga. Un hombre entra apresurado con su amigo y al ver que no hay asientos disponibles se resigna a “irse parado como verga”.

Por más que me esfuerzo en capturar otras conversaciones o ruidos aislados mi tendencia a la narcolepsia en transportes públicos me hace difícil la tarea. Los únicos que me hacen recobrar la consciencia momentáneamente son los individuos pertenecientes a la especie mercantil de este ecosistema, quienes por sólo diez pesos ofrecen toda clase de artículos novedosos como audífonos universales, chocolates, plumas de gel o la discografía completa de la Sonora Santanera.

Pero no todo en los vagones es banalidad. Casi llegando a mi destino aparece una especie endémica de la Línea Azul: el poeta urbano. Con voz falsamente solemne, que da la sensación de estar saboreando algo rancio, y sus reflexiones culturales y filosóficas este personaje busca sensibilizar la conciencia y los bolsillos de su audiencia cautiva. Esa mañana nos deleita con “El ruiseñor y la rosa” de Oscar Wilde y un poema de Amado Nervo.

El horario ideal para la cacería parece ser la tarde, cuando oficinistas y estudiantes regresan a sus casas. Parvadas de risas adolescentes rebotan en las paredes del vagón sin lograr escapar. Y los niños, sin duda los mejores artífices sonoros, invaden el aire con notas tan agudas como agujas, desafiando los límites de la voz y de mi paciencia. Casi llegando a casa dos hermanitos de unos seis u ocho años hacen aparecer fantasmas en el vagón utilizando sus cuerdas vocales. El sueño terminó por doblegarme nuevamente. Probablemente el último sonido que se haya escuchado debió ser parecido a un coco cayendo de una palmera, que era en realidad mi cabeza golpeándose con el cristal de la ventanilla.

II. Escuchar el mundo

Nos adentramos al subterráneo mundo del metro, ya afinados de los tímpanos y con los oídos bien abiertos, ¿nos limpiamos bien las orejas? Sí, todo en orden, estamos listos para escuchar el mundo del que siempre corremos. Primera estación: Revolución.

A lo lejos el sonido cotidiano me recuerda que lo que escucho no son checadores de una empresa cuando llegas o sales de trabajar, sino los torniquetes de que pagaste un viaje o de que llegaste a tu destino.

Arriba un tren con ese sonido característico que quedaría tonto si lo comparo con el de un avión, entro, sólo puedo concentrarme en una plática “pero no puede ser”, le dice una chica a su amigo, “así es, es parte del caos”, responde él, “no, no puede ser, no he hecho muchas cosas, no me he titulado ni viajado, ni llevado a mis papás a cenar… y que yo pague”. Volteo hacia mi izquierda y veo que la salida de ese lado se encuentra sin gente, deseo estar ahí, pues al salir no tendría que lidiar con los que se quedaron en la puerta recordando que bajaban hasta la siguiente estación, detengo mis deseos y paro la oreja, ya casi llego a Hidalgo, en mi mente trato de recordar cada palabra de la plática. “Adiós amiguitos, se protegen”, les dice una chava a la que sólo veo por su reflejo en las puertas del vagón. Hidalgo Línea 2. Escribo para no olvidar, pegada a la pared para no estorbar, mis oídos como si tuvieran un sistema de defensa se tapan para que pueda recordar. El transbordo hacia a la Línea 3 es pequeño, llegando al último escalón veo al metro parado justo en donde debe de estar, mi dirección, corro para que no me deje, ya dentro me golpea un olor a orines, otra característica de nuestro bello metro, camino hasta un asiento en donde huele un poco menos, pero ¡maldita sea! Se me olvido que tenía que sentarme a lado de una conversación, aún así mi vagón va en silencio, es un susurro lo que se oye, un susurro lánguido de dos personas que evidencian que no quieren que su conversación sea registrada.

Payaso. Foto: Chilango.com

De repente un bistek en el sartén, un chispazo pequeño, un anuncio de Coca-Cola, eso, me salva de una nota sin acústica y me hace voltear sorpresivamente porque no lo esperaba, la extrema atención me mantiene en alerta. Ahora lo que me golpea es una voz aguda que canta mientras habla “hola que tal, buenas noches…” se interrumpe el discurso por el estruendo sonido del vagón avanzado, golpeando con el poco viento que se genera en el túnel subterráneo combinado con el aire acondicionado del vagón, que muy claramente juntos se pueden convertir en algo parecido a un bullicio en decibeles altísimos, se calma el sonido, descansa el metro, no recuerdo el speach del vagonero, pero recuerdo que vende pilas doble A alcalinas, y lo alcalino me recuerda que aún queda el olor a pipí, y siento que algo alcalino tiene el vendedor en su voz porque es muy aguda, pero no es cierto, debería ser algo ácido. Otro sonido agudo choca con la voz del comerciante de pilas, se cierran las puertas pero no avanza el metro, un ruido me hace pensar que se va a desarmar. La sonoridad del tren en su más bello esplendor. Trato de cachar los susurros de la pareja y en ese intento escucho el derrape de unos tenis, como un gis que crea una línea en un pizarrón.

Alguien se arregla la garganta parece que se prepara para hablar o para cantar, pero sólo se acomoda el gargajo que tiene rato molestándolo. “¿Paso o me voy a la casa? ¡¿Que si paso o me voy a la casa?!, pues ahora aquí, en Centro Médico”, le dice una señora a su teléfono a lado mío. Cuento las estaciones, ya quiero llegar, siento como si estuviera aguantado la respiración, pero estoy aguantando la conversación, la onomatopeya. A lo lejos se escucha música, no distingo qué es, volteo para ver de donde proviene y es el chico a mi izquierda con los audífonos hasta el martillo, pasando por el tímpano, con la música a todo volumen que siento que va a reventar su cabeza. Cierro los ojos pues me duele la cabeza por los ruidos y la atención.

Una voz ronca como lija me hace abrirlos y voltear inmediatamente: “Ayyy, hasta la chica de lentes se sorprendió y dijo: qué guapo, ojalá así estuviera mi novio”, exclamó un payaso que me había agarrado como su primera víctima. “Amigaaa, ¿eres solteraaa, casada o divorciadaaa?”, “soltera”, contesto, “¿de verdaaad?”, “sí”, confirmo, “¿de verdad, de verdaaad?”, reafirmo con la cabeza, “ayyy, pues si te arreglaras, igual y te consigues un novio, ¿ehhh?” Qué oportuno, el típico payaso que utiliza de patiño a su público y que solito le da doble vuelta a la soga cuando ríe. La burla de alguien más nos alegra el día, saliendo uno chingón y sin chingaderas podemos reír, de lo contrario no. Se aleja de mí y el sonido del tren no me deja escuchar sus fantásticos chistes, sólo escucho un resuello, pero es la voz ronca del comediante, en cuanto se detiene el metro escucho que está dedicando poemas, se acerca y me pregunta mi nombre, sonrío, sé que no va a saber pronunciarlo o lo pronunciará mal o dirá “Itzel”, “Alitzel”, contesto “¿ehhh?”, “Alitzel”, repito, “Alizel”, expone, sonrió y afirmo con la cabeza aunque lo haya dicho mal, me dedica un poema que no logro recordar por la saturación de ideas y sonsonetes en mi cabeza, mi concentración me traiciona. Le pregunta el nombre al chico que se encuentra frente a mí, Nicolás, su poema es más grosero y Nicolás serio no dice más. Termina el show pero parece pantomima porque el metro vuelve a sonar. Después de reunir su dinero se dirige hacia la última salida del vagón, en su mano tintinean las monedas y empieza a cantar “cómo pudiste hacer el amor con otro, acostarte con el chavo del ocho…” y me interrumpe el sonido típico de las puertas automáticas chocando.

Baja el payaso y tres oficinistas suben: “es que fíjate lo que son las cosas, güey”, dice uno de ellos, “es que yo no me fijé, tú siempre andas como viendo todo”, le responde otro. Su conversación se cortaba como cuando tienes mala señal, la mala señal era el desmadre del metro, “pensaba la palabra fruta y pensaba en un árbol de guayaba”, comentó el primero que había hablado. Copilco, última estación. Salgo con mi libreta y una pluma listas, parece que quiero vomitar, por fin puedo escribir, por fin puedo respirar, anoto lo más rápido posible todo lo sucedido, mientras a lo lejos se escuchan unos tambores, volteo y sólo veo el andén lleno y el túnel subterráneo vacío, negro…

Efecto de los gasolinazos…

Por Nayeli Ramírez Bautista y Marycarmen Martínez Sánchez

El incremento en el precio de los combustibles amenaza también los ingresos de los despachadores de gasolina en la Ciudad de México, quienes trabajan sin un sueldo ni prestaciones, porque su ingreso lo obtienen de las propinas que les dan los automovilistas.

Uniformados con overoles verde militar y en ocasiones con gorras distintivas, que deben adquirir y pagar para poder laborar, se les reconoce en las gasolineras de la ciudad. Checar la presión de las llantas, surtir de anticongelante y limpiar los parabrisas son actividades adicionales que realizan para ganar más propina.

Antes del gasolinazo, “el conductor cargaba 200 pesos de gasolina y me daba 5 pesos de propina. Ahora, sólo le pone 198 para que me quede con dos pesos. Han disminuido un 10 por ciento las propinas. Además, las manifestaciones provocan nerviosismo en la gente que viene a cargar”, detalló la encargada de un centro de abasto, quien omitió su nombre por temor a represalias.

En otra estación de servicio, un despachador declaró que diariamente juntaba 200 pesos. A partir del aumento a la gasolina sólo se lleva 120, “y en ocasiones ya ni propina hay”.

Además los verificadores de Profeco revisan las mangueras y las inmovilizan para garantizar a los usuarios que están pagando litros por litros. “Me parece que lo hacen para justificar el aumento. Debido a que no estamos cometiendo faltas y aun así clausuran la estación. Quieren respaldar la subida de precios, y nosotros damos una mala impresión con los sellos de clausura”, manifestó el trabajador.

“Aquí estamos como delincuentes”, los automovilistas que vienen y su medidor de gasolina no sube, “piensan que nosotros les robamos. Muchos ya no vienen a cargar más porque ven los sellos de clausura”, se lamentó.

En otra gasolinera, una trabajadora dijo que desde el inicio del aumento a los hidrocarburos “no hay carros. No es tanto la propina, sino que no hay ventas. Buscan por zonas. La gente no carga o lo hacen en donde esté más barata la gasolina”.

De acuerdo con una información solicitada a la Secretaría de Protección Civil local, en esta ciudad hay alrededor de 362 gasolineras y la delegación Iztapalapa es la que más concentra, y en cada una de ellas trabajan unos 10 despachadores, quienes enfrentan, además de robos, malos tratos y aun así tratan de mantener un buen semblante, pues “dependemos de la atención que le demos al cliente”.

El canto del vagonero

Por Carlos Ortiz

Abordo a la una en la estación Zapata, es jueves y comienza mi odisea para llegar al trabajo. Todo parece normal y cotidiano, el vagón está repleto, hace un calor horrible aquí dentro y todo apesta. ¡A qué?… a pasuco, es decir, a patas, sudor y culo. Todo parece estar en su lugar y de acuerdo al guion, sin embargo hoy hay algo distinto, y ese algo soy yo. Hoy no voy en un rincón absorto en mis asuntos, como es mi costumbre, no, en absoluto. Hoy vengo chingón, a las vivas, como quien dice ando trucha. Así pues, me he colocado en el centro del vagón y con la oreja bien parada me he dado a la tarea de atrapar “ventanas de sonido”.

Rara vez lo había hecho, son contadas las ocasiones que yo me había dedicado de manera voluntaria a “parar la oreja”. Supongo que esto es así gracias a mi abuelo, quien se encolerizaba de sobremanera cada vez que  yo, o alguno de mis hermanos, “andaba parando oreja y chismoseando asuntos de los adultos”. De ahí que nunca me haya gustado andar husmeando en la vida de los demás; es más, con mis asuntos creo tener suficiente. Pero hoy no, hoy es diferente. Hoy mi convicción es que hasta la más nimia, mínima e insignificante charla debe tener, en su totalidad, mi atención. Con este talante comenzó mi recorrido.

Mire señor usuario le traigo a la venta, es la sopa de letras, es el juego de habilidad mental, 5 pesos le vale, 5 pesos le cuesta.

Así comenzó mi recorrido, con el canto del vagonero. Abordó en División del Norte, era un señor de edad avanzada, aparentaba más de 60. Se veía viejo, rengueaba y hasta el último pelo de su cabeza era cano; tenía una voz seca, carrasposa y de su boca asomaba un diente de oro (o de chapa, ¡ve tú a saber!) similar al de Pedro Navaja. El vendedor recorrió como pudo el vagón de extremo a extremo porfiando:

Sólo 5 le vale, sólo 5 pesos le cuesta. Es el pasatiempo, el juego de habilidad…

Nada, no concretó ni una venta. Me dio la impresión de que, hoy por hoy, la banda está torcida, que la Patria está pobre o que, simplemente, ya nadie gusta de matar el tiempo con una sopa de letras. Arribamos a Eugenia y acto seguido el vagonero descendió.

Él saluda a todos de beso, así lo eduqué. Pero, ¿te has dado cuenta que cuando saluda a las niñas lo hace una manera muy coqueta?

Síiii, es muy coqueto. ¡De grande va a ser bien ojo alegre!

De eso versaba la siguiente charla que capturó mi atención, la cual llevaban a cabo dos señoras. Ambas iban sentadas, ambas eran rubias artificiales y ambas tenían la capacidad de ir revisando su celular al mismo tiempo que conversaban.

Hice este retrato para mi taller, me dormí hasta las cinco de la mañana pero lo terminé. Sé que no es perfecto pero me gustó, creo que si se parece a mí.

Pues la neta sí, nada más que te pintaste más gorda, ¿no? Y también te pusiste más chichis, ¿no?

¡Síiii, unas chichotas, jajaja!

Al decir esta frase la chica que pinto su autorretrato tomó sus pechos con ambas manos, las apretó contra una contra otra y las levantó. En ese momento coincidí inmediatamente con su amiga: sus chichis no eran como ella las pintaba. Para oír esta conversación que sostenían las dos amigas tuve que desplazarme a un extremo del vagón y recargarme sobre las puertas que no abren. Instalado en esa posición encontré lo que buscaba. La primera de ellas era muy delgada y pálida, como si tuviera anemia o algo por el estilo. La otra, la que pintó su retrato, era chaparra, delgada y morena; traía unos grandes lentes cuadrados sobre el rostro; sonreía bastante y con facilidad a cualquier comentario que le hacia su amiga. Yo por lo tanto, intentaba escuchar más de su conversación hasta que…

Con este puño de ilusiones, que no me caben en el pecho he de decirte, de lo difícil que resulta despedirte…

En Etiopia arribó un cantante. Era un hombre invidente, que traía al cuello una bocina, en la mano derecha un micrófono y en la izquierda sostenía un bastón blanco y un pequeño vaso con un par de monedas que hacía sonar a cada paso. El cantante, buscando guardar el equilibrio, caminó despacio a lo largo de todo el vagón mientras la gente se hacía a un lado para permitirle el paso. El imitador ciego de El Buky recibió algunas monedas por parte de los usuarios, incluidos 5 pesos míos que saqué de mi bolsa y que terminaron en el vaso de plástico.

La vagonera. Foto: http://www.eluniversal.com

Enseguida llegamos a Centro Médico, el ciego abandonó el tren y una marabunta de gente intentó abordar el vagón abriéndose espacio a punta de codazos y empujones. Ya que son demasiadas las personas que entran, de inmediato se avizoran muecas y gestos de incomodidad y fastidio entre los usuarios. Y no era para menos, en este preciso momento, en este preciso vagón, estamos lapidando los preceptos de la física clásica, es decir, estamos demostrado como dos cuerpos si pueden ocupar al mismo tiempo un  mismo espacio. Pero en fin, algo positivo salió de ahí.

Estoy muy enojada porque no me hicieron nada para mi cumpleaños, ni un pastel. Sé que dije que no quería nada pero una cosa es que yo no quiera nada y otra muy diferente es que ellos no me hagan nada.

Pero si ya sabes cómo son en la oficina. Yo por eso ya ni le hablo a nadie.

Esto decía un par de compañeros de oficina. La persona molesta por la ausencia de un pastel en su cumpleaños era una mujer. Ella era rubia pero esta vez sí era natural, tenía ojos verdes y nariz chata. Sus uñas eran muy cortas y feas; inmediatamente me di cuenta que se las mordía, eso me ayudó a comprender aquel aspecto. Su acompañante era un hombre que se veía mayor que ella, aparentaba los 40. De su cabeza se aferraban frágilmente unos cuantos cabellos negros; tenía unas cejas muy pobladas y revueltas; por cierto que también  tenía unos bonitos ojos verdes. Pude darme cuenta que eran bonitos cuando ese sujeto posó su mirada en mí.

Pero no sólo el, también su acompañante, la chica del pastel, al tiempo que se susurraban al oído me clavaban su mirada. Ya se habían percatado de yo llevaba un rato viéndolos que estaba tratando de escuchar su conversación y es que, confieso que yo, para poder escuchar con atención una conversación irremediablemente tengo que posar mi mirada sobre los sujetos que hablan. Ahora como consecuencia de mis actos yo era el observado, el espiado, el expuesto. Naturalmente retiré la mirada de ellos y decidí que había sido suficiente, en ese momento dejé de poner atención a las pláticas ajenas.

Iba pensando que hasta ahí había terminado mi ejercicio, que con eso era suficiente…

Esta es la tercera…

¿Qué?, pensé para mis adentros. Aquella voz volvió a repetir…

¿Esta es la tercera?

De primera instancia no comprendí el significado de aquella pregunta, así que lo único que atiné a decir fue: Esta es Hidalgo y vamos en dirección a Indios Verdes.

–¡No ha  avanzado ni una?, chale.

En ese momento bajé la mirada y así pude ver a que sujeto pertenencia aquella voz. Provenía de un hombre, chaparro, de tez morena, pelo chino, muy corto, que se encontraba a mi costado derecho, un paso delante de mí. De inmediato percibí que aquel sujeto era poseedor de gran joroba y usaba una playera negra sin mangas.

Yo voy a la tercera estación…

La tercera estación es la Raza, ¿vas para allá?

Sí. –volteo a verme y asistió con su cabeza.

Claro, ventana de oportunidad, pensé para mis adentros.

¿Vas a transbordar en La Raza?

Sí, voy para la estación de los autobuses…

¿A la Central del norte?

Sí.

¿Vas de viaje?

Nooooo, voy a ver un bisnes…

En ese momento me llegó a la nariz un olor muy peculiar: PVC.

En eso el vagón comenzó a bambolearse y mi nuevo amigo también, así que le hice un espacio entre mi cuerpo y los tubos de la puesta para que se sujetara. Él se tomó del tubo pero únicamente usando 2 dedos: el pulgar y el índice. De esa acción comencé a conjeturar de dónde provenía aquel olor. Para confirmar mis sospechas, de manera discreta acerqué mi nariz a su mano que reposaba en el tubo. Sin embargo, fui muy obvio y se percató de inmediato y con rápido movimiento soltó  su mano. Acto seguido me dirigió una mirada, paró la trompa de tal manera que parecía que estaba bebiendo de un popote y jaló aire al tiempo alzaba su puño cerrado a la altura de su pecho. Inmediatamente me preguntó: ¿tu?, queriendo darme a entender si yo también le hacía al chemo. Entre risa dije que no; entonces el apartó su mirada. Ahora una risa impulsiva se apoderaba de mí,  no podía evitarlo y más todavía porque de cuando en cuando mi amigo volteaba a verme con sus pequeños ojos y, sin dirigirme palabra, asentía con su cabeza sin el menor sentido.

Llegamos a La Raza y bajé del vagón por inercia de los empujones, y me dispuse a seguir mi camino hacia el trabajo pero no sin antes echar un breve vistazo para atrás y así darme cuenta de cómo mi moneado amigo, puño en boca, se quedaba absorto en el andén viendo hacia las vías…

El Metro, una aventura entre fantasmas y náuseas

Por Alejandro Pardo

El reloj marcaba algo así como las 8 de la noche, harto del trabajo me disponía a tomar el metro que me llevaría de vuelta a casa. Me encontraba en la estación Auditorio y como era de esperarse estaba abarrotada pero que más podía hacer, irme en bici no era ya una buena idea, pensé.

Así, llegó finalmente el tren con dirección al Rosario, que después de haber demorado unos minutos todavía se tardó otro par en avanzar, estaba muy harto. El vagón estaba repleto de gente que como yo tenía cara de pocos amigos, como si hubiese tenido un día pesado y lo único que quisiera era huir del caos de esta ciudad, tan densamente poblada, refugiarse en su soledad, seguía pensando.

Total, me dispuse a escuchar a mi alrededor pero hasta ese momento no es que hubiese mucho material, entonces, al subir al metro, no pude evitar el fijar mi mirada en el largo y negro cabello de la chica parada frente a mí, pues me recordaba a alguien muy especial: Amanda, quien al igual que esta chica tenía una larga cabellera teñida de negro.

Amanda siempre trataba de ser distinta para bien, por ello había elegido teñirse de ese color, pues el rubio le parecía muy convencional, y también porque sus ojos ligeramente verdes lucían aún más verdes, pero claro ésa es sólo mi idea del porqué había elegido tal color.

Ella se convirtió por meses en el más profundo e inquebrantable de mis refugios.

Entonces la voz de la chica de negra cabellera me trajo de vuelta, su voz no era ni de cerca tan dulce y profunda como la de Amanda, pensé. Sin más, me dispuse a escucharla. Le contaba a una amiga suya sobre su trabajo, al parecer nuevo. Decía: “es el de Ciencia de datos, que te había contado”, la amiga le hizo otra pregunta sobre el que creo era su jefe, a lo que respondió: “pues es muy inteligente”, tras la intervención de la amiga, la chica de larga y negra cabellera respondió: “no, no somos muchos en el área”, total sonaba tranquila y contenta, a la par, el tren se dispuso a avanzar y con esto comenzó disiparse el fantasma de Amanda.

Y Amanda, ¿qué será de ella, seguirá con aquél cara de bobo complaciente sin carácter, que asiente ante todas las demandas de ella? ¡Da igual!, pensé y me dispuse a ignorar esas cuestiones que por triviales y ajenas no debían ocupar mi pensamiento.

Christy, 2010. Pintura: Alex Katz

Conforme íbamos avanzando hacia la pintoresca estación de Tacuba, el vagón se iba llenando más y más, al punto en el que no podía ya ni moverme y la cercanía con otros cuerpos dificultaba a mi terca paranoia el cuidado del bolsillo donde yacían mi celular y cartera.

Sin más, arribamos a dicha estación que me recibió como de costumbre con harto sabor. Decidí tomar las escaleras normales, pues para las eléctricas había una larga fila, pensé ni que fueran tantas escaleras. Luego de superar este obstáculo, de esquivar gente y ascender por los peldaños que me hacían sentir cada vez más cerca de casa, fue entonces cuando empezó el baile.

Al llegar a la explanada de la estación me encontré con el bullicio de costumbre, vendedores por todos lados ofreciendo a precios irresistibles y gente caminando en sentidos opuestos por los andenes.

Recuerdo a la vendedora de periódico, quien anunciaba el célebre Metro y Milenio, luego un vendedor de audífonos que no escatimaba detalle, “audífonos Samsung a 20 pesos, cable reforzado, un metro de largo, botón para cambiar, micrófono…”. También estaba el últimamente recurrente hombre de bata blanca vendiendo lentes.

Pronto llegué a la parte más interesante, la cercana a las escaleras que conducen a la línea azul, ahí siempre se encuentran los productos más atractivos. Esta vez estaban dos vendedores antagónicos de churros, ambos gritando casi al unísono, “churros a 10 a 10, lleve sus churros”; y el otro “churros a 5, a 5, pásele”, pero la que me llamó particularmente la atención fue una vendedora que anunciaba “galletas Príncipe a 10”, no sólo por su tautológica frase “a 10 las galletas Príncipe de a 10”, sino porque sorprendentemente era el precio de la caja completa. Al cercarme estaba discutiendo con una señora, le decía “ay pero sí casi te la estoy regalando”, parecía una discusión acalorada, me habría gustado llevar en ese momento los 10 pesos para súbitamente interrumpir su vana negociación y salir victorioso con la caja entera, pero tristemente no los tenía por lo que aceleré el paso para evitar la pérdida de esas galletas que nunca tuve; vaya oxímoron.

Sin pena ni gloria, llegué a la plataforma para esperar el metro, a excepción del pasado, éste sí que arribó rápido, me subí y como era de esperarse, iba lleno.

Así que me recorrí hasta la mitad donde no hay tanto contacto, según yo. Frente a mí estaban un papá con su hijo, a quien al parecer había recogido de la secundaria.  El hijo me resultó particularmente interesante, pues era un pequeño hombre de mirada muy honda, misma que evocaba pensamientos profundos a los que el padre no podría llegar, ni siquiera intentándolo. Esto automáticamente me hizo recordar una plática con buen amigo de la universidad, en ella hablábamos de un maestro para el que los años parecían pasar en vano y hablábamos de cómo la edad no te hace automáticamente ser más o menos tonto, pero decir esto estaba mal visto en esta sociedad edaísta.

De vuelta al padre, él pendiente de su celular, estaba como mandando un mensaje, pero su torpeza con el mismo lo hizo durar una eternidad, o al menos ésa era mi percepción dada mi desesperación por llegar. En tanto, el silencio para su hijo parecía ser un momento de alivio, en el que no tenía que fingir que todo marchaba bien ante un padre que lejos estaba de comprender sus pensamientos.

A la siguiente estación se subieron unos pubertos que parecían muy alegres e inoportunos, a los pocos segundos me di cuenta de que estaban muy borrachos y el cuerpo de quien estaba junto a mí vacilaba con caerse, pues ni siquiera podía sostenerse.

Por su parte, el niño aunque sentado y yo parado compartíamos cierta preocupación, la preocupación de ser vomitados como sí no hubiese un mañana, pues de vez en vez mostraba sentir algo de nauseas. Al mismo tiempo su amigo a manera de cortejar a la chica que se había subido con ellos insistía en acompañarla a su casa; parecían recién conocidos. Él le preguntó: “oye y dónde vives”, ella respondió, “ya te dije que cerca de Aragón”, él dijo: “ah sicierto, pues te acompañamos”, el vomitador en potencia se reincorporó y dijo: “sí, te acompañamos, ¿en dónde te bajas?”, ella respondió: “en Normal, de ahí tomó una pesera, ¿y ustedes?”, a lo que el don Juan dijo: “nosotros también”. Ella preguntó: “¿y que van a hacer ahí?”, ellos dijeron: “acompañarte”, a lo que ella respondió: “no, no ya les dije que ustedes vayan con su amigo, a dónde me habían dicho”. El vomitador respondió entre torpeza y agresividad: “que no, te acompañamos”.

Pronto la discusión sobre sus destinos se extinguió, pues la chica y el don Juan vacilaban con besarse pero tímidamente, ella tan sólo permitía que él besara su mejilla con cierta torpeza, misma que los hacía lucir más tiernos de lo que creo que eran.

El vomitador en potencia que apestaba a alcohol recargaba su cuerpo sobre el mío, hecho que me incomodaba bastante pues temía que fuera a explotar y lo hiciera sobre mí. Para entonces, el padre del chico de mirada honda había dejado de escribir en el celular y se había reincorporado, al igual que su hijo y yo, lucía algo preocupado, entre la tensión de este silencio, le mostró algo en el celular a su hijo, no obstante, el silencio entre los dos se rehusaba a ceder. Parecía como sí el Atlántico con su entera inmensidad separara no sólo sus cuerpos, sino sus almas. De pronto el padre y yo compartimos una mirada de preocupación, como si nos supiéramos victimizados por un futuro incierto plagado de vómito, ¿y de qué color sería? Pensé, seguro será asqueroso, por lo que evité que mi cabeza entrara en más detalles, poniendo atención nuevamente a los tortolitos. Ellos seguían dándose pequeños besos y entre sonrisas, uno que otro abracillo tramposo. Ella también parecía algo preocupada por el vomitador pues intentaba susurrarle algo sobre él al don Juan, hecho en vano pues también estaba muy disperso.

Pasamos por la siguiente estación en la que un grupo de chicos de prepa que abordó el tren resultaba muy amenazante. Eran tantos que se sentían muy bravos y gallardos, habían subido sin vacilar, caminando hacia delante sin parar. Con esto, mi preocupación ya era mayor porque mi cuerpo y el del vomitador estaban ya pegadísimos. Luego de la eternidad del instante determinado por el bullicio de los de prepa y estos otros imprudentes, llegué a la estación donde bajaría. Antes de hacerlo volteé curiosamente al niño de mirada honda y nos vimos, como si compartiéramos un mundo interior un tanto similar, fue entonces que desde mi cabeza me dispuse a despedirme de él, sabiendo que él sabría cómo superar esos problemas que aunque inmensos ahora, serían ligeramente invisibles en un futuro no tan lejano.

Sin más me dispuse a reflexionar y escribir lo vivido.

 

Crónica de una decepción

Por Augusto Chavira

Ojalá pase algo que te borre de pronto... Al dictado de Silvio me transportaba a la Habana, trataba de buscar un alma en particular entre el gentío, aunque más amables y alegres al que acaba de toparme al bajar de Guerrero y trasbordar a mi línea. Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones

Al abrir las puertas de mi transporte me despoje de mis cascos e intenté llevar a cabo mi misión. Aprender a escuchar, empresa casi posible. Rodeado de muchos seres apagados traté de encenderme yo, lamento adelantarte querido lector que no fue suficiente. Entró la primera llamada, un estruendoso pitido que me acompañó estación a estación, taladrando mi viaje al Caribe, regresándome al juego. Miré alrededor, un hombre alto de camisa blanca y lentes me miraba atónito, habrá sido mi cara de torpe distraído una vez más. A mi derecha un grupo de tres personas, hablaban de una reunión y lo primero que atrapó mi oído, “yo pensaba en dejarte con la gordita, pero dije: ¡Uy!, es mucho para este cabrón, me le aplica una llave y ya valió verga.” Quizá, pensé en voz alta o mi sonrisa fue larga, pues la persona que me daba la espalda me miró con duda. Sí, la misma de quien alejaron de “la gordita”. “Ay, Ángeles, ¿cómo iba a defenderte? Si ya te has besado con todas de la oficina y ni modo de decir algo. Cuando preguntaron con quién no, yo fui la única que levanto la mano.” Prosiguieron evocando las conversaciones de la fiesta. “Entonces le dije a Angie, oye, ¿y cuándo perdiste tu virginidad? Eso que te importa, no mames”. Parece que Angie no era tan amena a esos temas como el trío que me acompañaba en mi camino. Ahora el turno de “Feri, wey, y cuándo la perdiste tú, Feri, no me digas que fue en la secundaria o un pedo así”. Cuando comenzaba a hastiarme de ellos me disparó directo a la cabeza una palabra. Género. Me distrajo de mi diligencia cuando recordé como la semana pasada había descubierto que, tristemente para las mujeres los hombres somos un monstruo violador o asesino en potencia. Volvía la tristeza que sentí por mi especie ese día.

Metro. Foto: Augusto Chavira

Ya basta. Busqué distraerme y alejar la mirada de mis oídos de esa conversación. Me focalicé en el bolígrafo rojo que llevaba mi compañero de enfrente, aquél de la camisa blanca. Pestilencia de olor humano, muchos sonidos y ninguno claro, el rugir del viento que atravesaba las ventanas del metro andante, la incomodidad de la gente, yo. Mis adentros no dejaban de hablarme, mi empleo, la escuela, mi sueño, la nostalgia. “No te distraigas. Oye, imbécil, tus adentros somos quienes te distraemos”. Autocontrol colega, autocontrol.

Levanté los ojos por el pitido una vez más, deseaba que algo bueno sucediera. ¿Será mucho pedir que alguien me insulte y comencemos una pelea? Llegaba a San Lázaro, y mientras, yo me relajaba pensando que ya pronto podría bajarme de la bestia naranja. Subió una pareja que se mostraba un tanto alegre hasta que uno dijo: “Dime, te prometo que no me voy a molestar”. ¿Dónde habrás escuchado eso Augusto? Ella insistía: “No, te vas a enojar y me vas a regañar, no quiero. Bueno, solo prométeme que no te vas a enojar”. Acto siguiente, el hombre estiró su meñique en señal de fe. Ansioso por enterarme del pecado venial otra vez, como señal de muerte en una sala de urgencias, ese maldito sonido del Metro. Al no poder ser parte de esa coyuntura alejé mi vista a otra parte, ya no me servían de nada.

Ya no quedaba más chance. A unas estaciones por llegar volteé hacia la ventana, en eso la vi pasar. Era Marge una vieja amiga que se embonaba perfecto a la historia previa de mis pensamientos, grité: “¡Marge!”, pero no hubo respuesta. Cuando las puertas se cerraron y la bestia naranja avanzó la miré detenida en las escaleras, observando hacia donde yo me encontraba. ¿Habrá escuchado? Ya no importaba, yo iba camino al destino. Bajé en el lugar deseado, saqué un cigarrillo mientras subía las escaleras, me puse los cascos una vez más y ahí seguías. Ojalá que la aurora no de gritos que caigan en mi espalda, ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz… Me hallaba una vez más en la isla, deseando que no fuese aquella voz la que te olvide sino la mía.

Recoído por el Metro de la CDMX

Por Verónica Méndez Jiménez

Estación San Cosme, Línea 2, dirección Taxqueña. Entró al Metro de la Ciudad de México; sólo se escuchan pisadas, uno tras otro van bajando los pasajeros por las escaleras de mármol gris, sin poner más atención de la debida, conocedores de su camino, de una manera casi automática cruzan por los torniquetes de entrada.

Trato de entender lo que dicen, pero me es imposible, suena literalmente como un zumbido, ¡complicado escucharlo! Las palabras se tornan inaudibles.

Reviso si entre mis pertenencias traigo un boleto y, por fortuna, encuentro uno. Me alegra porque la fila para comprarlos es algo extensa. Con un costo de cinco pesos por viaje, actualmente es difícil que los pasajeros puedan comprar como en años anteriores, 10, 20 o más boletos. Ahora, si tienen suerte, completarán para comprar cinco. Aunque la mayoría se limita a pedir escasamente dos o tres.

Los más osados, compraran tarjetas multimodales electrónicas que lo mismo sirven para el Metro, Metrobús o Tren Ligero. ¡Claro, recargando la respectiva cantidad para cada medio de transporte!

Entro con cuidado, y reviso mi boleto, no sea que vaya a ponerlo doble. Así que deslizo mis dedos sobre el cartoncillo para cerciorarme de que sólo dejaré uno. ¿Han visto que últimamente, todos traen un mensaje?: “Valoremos a las personas migrantes”; “Centenario 1917-2017 Constitución”, Aniversario de x cosa. Siempre están recordando alguna efeméride, que los 100 años de no sé quién, que los 85 del otro, etc. No falta evento para conmemorar.

De pronto, el sonido de los trenes que están llegando acapara la atención de todos. Es muy fuerte, silban sin ninguna consideración, no me había percatado antes de que hicieran tanto ruido, quizá porque mi deseo de verlos llegar fuera mayor a mi molestia de escucharlos. Pero, en realidad, es un sonido como de un auténtico tren con todo y su silbato, como los de antes, esos de vapor que vemos en los libros de historia.

Me apresuro y alcanzo a subir; como siempre, ¡va lleno de gente! Ni pensar en sentarme, máxime que bajaré en dos estaciones. El espacio es mínimo y las conversaciones comienzan a aflorar. ¡No voy a mentir, no recuerdo lo que escuche! Sólo eran frases aisladas, sin mayor sentido para mí.

Llegamos a la siguiente estación: Revolución.

Nadie baja, y muchos suben. Comienzan a empujarnos y no soporto más: “Señora, le digo a una mujer mayor que entra a empujones con su hija, ¡ya no cabe!”

Y me responde altanera: “¡Sin tu bolsa, claro que entro!”

Su comentario me da risa, no se puede viajar de otra manera en ese medio de transporte que con humor. De lo contrario, ¡uno terminaría volviéndose loco!

Comienzo a reír y le contesto: “Bien, ¿sólo dígame en qué estación quiere que yo baje mis cosas para que usted pueda entrar?”

La hija, ya mayor también, al percatarse de los hechos, se limita a decir apenada: “¡Ya mamá! ¡Ya! ¡Por favor, por favor, no más!”

Suerte que llega mi estación de bajada: Hidalgo.

Salgo apresurada y tomo el transborde para Indios Verdes. Una de las estaciones más saturadas a cualquier hora del día. Son miles de personas las que desde las cinco de la mañana y hasta la medianoche utilizan esa línea para transportarse.

No espero más, subo al vagón y conmigo suben dos vendedoras:

“¡Sí mire, se va a llevar la paleta de Nestlé, lleve el rico y delicioso helado de chocolate!”

Tiene suerte, vende cuatro paletas rápidamente, y comienza la otra:

“¡O sí lo prefiere se va a llevar la liga para el pelo, de diferentes tamaños y colores! Lleve la liga para el adorno de peinados.” Nadie le compra.

Metro lleno. Foto: Noticias Terra.com

Fijó mi atención en una chica morena de pelo largo rizado, que se encuentra sentada y, al parecer va durmiendo. Trae puestos unos audífonos grandes de color azul turquesa; ajena a todo el sonido del metro, se aísla con sus música. Debe ser un sonido bueno porque de repente sus audífonos comienzan a prender lucecitas de colores: rojo, azul, amarillo. Comienzan a girar los puntitos. Me pierdo en sus movimientos y me parece estar en una discoteca.

De pronto, otra mujer llama por teléfono: “¡Sí (le dice a su interlocutor), te llamo para ver si veo lo de la Esperanza!”

Sonrío, y mi vista encuentra otra mujer sentada, de pelo corto, y mechones rubios, bien arreglada y maquillada. Observo su ropa y encuentro su brazo, me llevo una sorpresa: ¡la mujer no tiene mano! Le falta la derecha. Me asombro aún más, su mano izquierda está perfectamente arreglada. Lleva uñas postizas y en cada dedo ha puesto una florecita de diferente color. ¡Qué extraño, una persona que no tiene una mano, se preocupa por tener tan bien cuidada la otra! ¿O será que precisamente por no tenerla, valora demasiado la que tiene?

Mis pensamientos son interrumpidos por otra vendedora, de baja estatura y con algo de sobrepeso: “¡Sí, mire usted, se va a llevar un libro recomendado por los psicólogos, lleve usted el libro de los mantras para el estresss y la relajación, lleve usted el libro de los maaantras!”

Una pelirroja auxiliada por los tintes, de aproximadamente unos 56 años, se interesa en el libro y pide uno. La vendedora le muestra varios, son diferentes y puede elegir entre los modelos que lleva.

Entra otra vendedora acompañada con un niño. No recuerdo lo que vendía, pero el niño ofrecía audífonos: “¡Si lo prefiere lleve el audífono marca aiifon!”

Estoy por llegar a Indios Verdes, muchos vendedores y demasiada gente.

Fin del recorrido. Bajo rápidamente del vagón y más vendedores en los pasillos; me dirijo a las escaleras de salida y se pierden sus voces gritando: “¡Mangos, duraznos, queso, tlacoyos, aguacates!” “¡Lleve su tarjeta de praiiis shuuuuus, para que no compre a precio más caro!” “¡Cambie su chip de compañía telefónica!”

Salgo al fin y, creo que no escucharé más ruidos. ¡Qué equivocada!

Me recibe el llanto de un bebé a todo pulmón; se encuentra desesperado. Su padre trata de calmarlo y lo cobija. Pero, él está hambriento, cansado, con sueño y molesto. Es inevitable verlo Es muy diminuto, pero tienen un melenón impresionante, ¡hasta parece Elvis Presley de tan copetudo! Me da risa; ¡un Elvis bebé, pero éste no canta; llora!

Las palabras de una mujer que viene detrás de mí resuenan en mi oído: “¡Ay, pobrecito, tan indefenso, tan chiquitito! ¡Pobre bebecito! ¿A poco no?”