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Intento viajar con el oído de General Anaya a Polanco

Por Laura Molina

El martes en la tarde emprendo un viaje en Metro desde un extremo al otro de la ciudad. Comienzo en General Anaya en la línea azul. Paso el torniquete de la entrada y bajo las escaleras, tomo el tren con dirección Cuatro caminos. Me subo al vagón y me siento. Sin embargo, me doy cuenta que hay una señora mayor al frente mío. Aunque estoy un poco cansada (yo que tengo dentro de mí una pequeña boy scout frustrada), no puedo evitar sentir que debo darle la silla. ¿Quiere sentarse? Sí muchas gracias, que Dios le dé el cielo, me dice la señora. Yo le respondo con una sonrisa pequeña y tímida. Y que le dé salud y amor y todo el paquete completo. Siento ternura al reconocer el calorcito especial que me da en el corazón, al recibir la bendición de un extraño.

De repente, una voz fuerte y segura: Es el soporte, el soporte para todo tipo de celular, para ver videos, para escuchar música a sólo 10, 10 pesos, 10 pesos le cuesta, 10 pesos le vale. Me acuerdo de mí misma tratando de ver un video en el celular mientras cocino el desayuno por las mañanas y pienso que sería una compra útil. Parece que la vendedora me lee la mente: para el ama de casa, para que no recueste el celular en el vaso…

Poco después me siento. En cada estación suena la penetrante alarma que anuncia el cierre de

puertas. El convoy arranca y el sonido ascendente del vagón que aumenta su velocidad se mezcla con el ruido constante y soso del aire acondicionado. Al lado mío, una joven que habla por celular, “no manches”, pausa, “no manches güey”, pausa, “en serio te pasas”, pausa, “no manches”. Esto es todo lo que dice. Trato de adivinar qué es lo que la sorprende tanto, pero se baja en la siguiente estación y me quedo con la sed de chisme intacta. Ya voy llegando a Tacuba para transbordar a la línea naranja.

Salgo del vagón. Transbordo a la línea más profunda del Metro. Empiezo a bajar mientras la temperatura aumenta. ¿Qué otro tipo de experiencia podía esperar cuando me dirijo a la Barranca del muerto? Trato de no pensar que cada vez me sumerjo más en la tierra, trato de no pensar en el miedo que me da que de repente, mientras estoy aquí abajo, tiemble.

Ya bajé la primera escalera y mientras bajo la segunda, justo en la mitad, un cochecito de un joven que baja a su bebe con dificultad pierde una rueda. La fila ensimismada de personas que va al frente de él, con la mayor prontitud recoge la ruedita y la pasa de mano en mano hasta devolverla a su dueño, como en la mejor carrera espontánea de relevos. Me alegra ver ese pequeño gesto deportivo y amable, en medio del afán y el ensimismamiento automático propio de la masa atareada que circula por el subterráneo.

De repente llego a un oasis en medio del desierto. El corredor que deja entrar un poco de luz y aire calma mi claustrofobia y Fotos para la posteridad, la exposición temporal del Museo del Estanquillo, me devuelve la curiosidad. Son fotografías de personas que vivieron en México a comienzos del siglo XX. Están organizadas en las etapas, ya convencionales y a mi parecer un poco burdas, de la vida humana: nacer, crecer, reproducirse y morir.

Primero, unas pequeñas fotos sepia de niñas vestidas como muñecas, luego las de unos músicos jóvenes muy elegantes y orgullosos acompañados de sus brillantes instrumentos musicales. Siguen, los retratos de unas parejas perfectamente acomodadas para la foto, que no se miran entre sí. Y finalmente, algo que me sorprende: fotografías de padres que, al perder a su hijo, se retratan con el niño muerto en brazos.

La exposición termina con la muerte, sin embargo, en el ángulo que forma el final del vidrio de la exposición de fotos, una pareja de chicos se abraza largamente. Esta escena, aunque no está fotografiada, parece de alguna forma detenida: ellos están de pie sobre una isla de tiempo eterno, rodeados de un mar de tiempo acelerado en el que navega el resto de la multitud. Me conmuevo. Recuerdo la sensación en el cuerpo de detener el tiempo en un abrazo. Sin embargo, la corriente acelerada me recuerda que debo seguir.

Subo al nuevo vagón. De Tacuba a Polanco hay sólo dos estaciones. Se abren las puertas y salgo. Camino hacia la salida. La luz de la tarde que se cuela por la escalera me da la bienvenida a la superficie del otro lado de la ciudad.