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Tres aproximaciones al Viacrucis

Por Daniela Fernanda, Katya Herrera y Alejandra Huautla

 

  • Los anhelados chetos naranjas

Era tarde y la procesión ya había comenzado, corrí a buscarla, el golpeteo de los tambores del Via Crusis vagaba en el aire, seguí el sonido que iba en dirección contraria a la mía; mi caminata apresurada no tuvo resultado, no encontré a nadie. Regresé por el camino anterior, hacía calor, pero había una ligera emoción de ver algo que durante muchos años no me causó un interés suficiente para hacer esta procesión individual en su búsqueda y que ahora trataría de reproducir a través de la tinta y el papel con un toque creativo.

Un señor me vio caminando aprisa, supongo que la consternación en mi rostro y mi paso apresurado le permitieron adivinar mi deseo de encontrar la representación; me animó diciendo que ya casi los alcanzaba, que estaban a la vuelta. Aceleré, me encontraba muy lejos de mi casa, pero por fin vi a lo lejos los últimos puestos andantes de chatarra tan típicos en cualquier tipo de aglomeración. Ya sea la misa del domingo, una boda, quince años, el bautizo, las primeras comuniones y hasta los funerales, todos los eventos religiosos cuentan con el señor de los chicharrones, el de las papas y el más indicado en los días calurosos, el señor de la nieve.

Estar tan apartada del tumulto me causó un poco de desesperanza por dos razones, la primera porque tardaría en alcanzarlos y, la segunda, porque al querer estar cerca de la acción, mi deseo de conseguir esos anhelados chetos naranjas, a los que les falta una molécula para ser plástico, se vería frustrado porque comprarlos me impediría llegar al centro de la congregación. Resignada seguí adelante.

Semana Santa México

Semana Santa. Foto: México desconocido

Era una marcha muy larga y extraña, parecía que todo el pueblo guardaba silencio para escuchar el sufrimiento de Jesús. Muchas señoras devotas, mujeres de gran edad pero que caminaban sin chistar, parecía que el calor no tenía ningún efecto en ellas, padres que llevaban a niños pequeños en brazos justo debajo del sol constante.

Una cuerda nos separaba de los que se convertían en actores por un temporada, tenían una singular combinación, mujeres con faldas largas y pestañas postizas; niños vestidos de guardias romanos, con peinados modernos y lanzas del doble de su tamaño, distraídos y cansados, pero bien dispuestos a seguir el camino, tal vez por alguna recompensa prometida por los padres, por un castigo que podría caer sobre ellos al no aceptar participar o tal vez  solo por la herencia religiosa de la familia en la búsqueda de cumplir a Dios. Vi a uno de los ladrones en el momento en el que calma su sed con una botella de Gatorade rojo.

Cuando avanzamos de nuevo, pude notar ese canto monótono de los rezos, perdona dios mío, perdón mi indulgencia, perdón mi clemencia, perdón mi piedad, mi atención se centró de nuevo sobre el público participante en las oraciones, sus rostros con ceño fruncido por la luz solar no opacaban sus cantos convencidos. Me sentía un poco fuera de lugar, no comprendía mucho de lo que allí sucedía, pero vi rostros conocidos, sorprendidos de verme, aun así, la familiaridad con aquellas personas es inevitable, habitamos el mismo espacio y formas similares de vida, expresiones que demuestran una identidad. Caminaba sin preocupaciones, me sentía en confianza, no conocía a la mayoría de aquellas personas, pero eso no importaba, no había razones para dudar.

Cuatro mujeres cargaban una gran imagen de bulto grande y pesada, era de una virgen de vestido negro, la virgen de los dolores, encerrada en un nicho, mientras el sacerdote con un cuerpo que no le permitía caminar tantos kilómetros encabezaba los rezos y era llevado en un triciclo empujado por algunos jóvenes creyentes.

Alabadas sean las horas, las que Cristo padeció, por librarnos del pecado, bendita sea su pasión, era otro de los cantos que acompañaban el recorrido, nadie se quedaba atrás, todos estaban dispuestos a llegar hasta el final, y yo seguía buscando la botana que tanto anhelaba sin ningún éxito, decidí dejar de caminar para comprarla, pero con decepción descubrí que nadie la vendía…

Regresé a la multitud con dificultad, había tantas personas que no podía pasar fácilmente, la espalda del hombre de barba y túnica blanca se tornaba roja por los azotes y su cansancio era evidente. La leyenda cuenta que entre más pecados se tengan, la cruz será más difícil de cargar, parecía que este cristo tenía muchos.

Al llegar a la iglesia por fin encontré mi botana, la acompañé con una merecida nieve de limón y me fui, cansada, con hambre y sin ninguna revelación espiritual pero sí una social.

  • ¡Súbanse a la banqueta, perros!

El fresco de la mañana inunda a los que se dirigen a la parroquia de San Juan de los Lagos; mejor conocida como “La San Juanita”, ubicada en el corazón de la colonia 20 de noviembre. Los fieles feligreses apartan sus lugares en las amplias bancas antes de que comience la representación.

Al frente se encuentran los padres del templo y los actores. Estos, pertenecientes a la comunidad; visten trajes coloridos, que con unas cuantas telas baratas se han fabricado. Jesús al centro de la caravana, pero detrás de los sacerdotes, avanza hacia el pequeño atrio donde la señora de las flores y el señor de las gorditas de nata ya ponen su changarro.

“Perdona a tu pueblo Señor, perdona a tu pueblo, perdónale Señor…” Es como el viacrucis se incorpora a la calle Decorado. Un par de bocinas, con muy mal sonido, sobre el techo del Jetta traqueteado, va guiando las lecturas correspondientes. El pueblo de la 20 de noviembre camina bajo los primeros rayos del sol acompañando al hijo de Dios en su trágico recorrido.

Mientras los peregrinos caminan por las calles, en las azoteas y por las ventanas, los vecinos se asoman. En pijamas, adultos y niños curiosos observan de lejos a los caminantes. Algunos toman fotos, otros simplemente ven. También hay perros, que al paso de la multitud emiten ladridos.

Semana Santa

Máscaras y músicos. Foto: Awol Americans

Dentro de los actores los que destacan son los romanos, los más chicos, con alrededor de 15 años, son los más presentes. “¡Camina!”, es lo que gritan a sus iguales que están frente a ellos, mientras los azotan con mechudos de trapeador. El mayor de ellos, de al menos 40 años y una panza chelera tiene un problema, su capa roja mal cortada se le ha desprendido de las hombreras. Sin pensarlo y dejando atrás su acto se acerca a una señora de la comunidad para que lo auxilie.

La señora que marcaba el límite entre la procesión y la audiencia con un palo de escoba, descansó este sobre el piso para clavar con unos cuantos pones la capa del desproporcionado romano. A lo lejos, los soldados adolescentes seguían gritando, pero ahora a la audiencia; “¡Súbanse a la banqueta perros!”

Mientras el tumulto avanza la atención se pierde. Las tienditas, ya abiertas, atienden a uno que otro que ya se encuentra comprando el desayuno. Más vecinos se unen, con bicicletas, sillas de ruedas y hasta “perrhijos” envueltos en chamarras para que no les de frío.

Tras la última caída del Rey de espinas, la atención de los espectadores finalmente está perdida. “A ver a qué horas llegas, ya hasta va acabar y tú ni tus luces”; replica una jefa de familia a la que parece ser su Comadre. “Sácate el paraguas que el abuelo se nos va a quemar, está re fuerte el sol.”

Entre risas y los últimos chismes del barrio, estas dos señoras empujan al anciano en silla de ruedas mientras en el fondo un párroco satura el sonido de las bocinas; “Hay que salvar a los jóvenes del pecado del consumismo”, y haciendo una comparación con el diablo es como finaliza la penúltima estación del Viacrucis.

Ubicados ya en el parque de las vías, junto al Mercado. El Calvario, representado con algunas cuantas palmas y papel Kraft, está listo para la crucifixión. Chucho es desvestido y lo recuestan sobre la cruz, bañándolo con una botella de Coca-Cola de pintura roja, y simulando clavarlo a la madera, la hora de su muerte ha llegado.

La gente detrás de la soga que marca el límite del paso observa silenciosamente mientras terminan el tamal que adquirieron en el camino; los niños fastidiados piden a sus padres retirarse del intenso sol para ir a casa. “Ya me voy”; comenta una chica a su familia, “pero te pasa por el pozole o algo para desayunar, no te hagas”.

Después de las dos, tal vez tres horas de recorrido, la asoleada, sedienta y cansada gente por fin va a casa; tras rezar y vivir su experiencia religiosa, todos ya están libres de pecado.

  • De plásticos y dinosaurios

“Es verdad, yo tengo muchos, pero muchos años que nací, recuerdo lo hermosa que era, hasta un mundo que nuestros antepasados llamaban el paraíso. Desde hace mucho tiempo ha habido diversas formas de vida, por ejemplo, una época muy bonita de la tierra, conocida como la época de los dinosaurios…” Así, con el mismo ritmo y el mismo tono con que se celebran las misas dominicales, un monaguillo con micrófono en mano nos habla de paraísos perdidos y dinosaurios.

No es que yo no entienda su relato porque he llegado a la Vía Sacra cuando la representación está por terminar, sino que ciertas especies animales olvidadas por la divinidad, no pueden ser estampadas ahora, mientras un timorato, ennegrecido por el sol, espera sobre el suelo amarrado a una cruz.

No logro ver al narrador de esta santa celebración que, allá, oculto e insignificante detrás de una multitud de paraguas coloridos, continúa amonestándonos por despojar a la Madre Tierra, así como hoy, ellos despojan de sus vestiduras al señor. Busco entre la multitud alguna mirada simplona, que este escuchando los mismos chistes que yo en el lúdico canto. Pero como es natural, ninguno de los pupilos ahí presentes está poniendo atención. Mejor reprimo la sonrisa, porque no tengo ningún cómplice. Nadie escuchó la parte de los dinosaurios, creo que nadie aventará el avioncito de papel.

En su lugar, el regordete vendedor de helados hace sonar indiscriminadamente su bocina, ahogando todavía más la voz del diáfano monaguillo. En realidad, la concurrencia es escasa, personas de apariencia sencilla y rostros contraídos por el sol. Miradas distraídas que se cruzan entre sí, seguramente aburridas de que los raquíticos romanos no terminen de empalar a los desdichados.

Semana Santa

Balneario chilango. Foto: El País

Abundan las señoras de gesto enojado, que casi con cadenas han traído a sus hijos ya empanizados por este cerro ardiente. “Ya te dije que te calles, porque te voy a dar otra chinga. Siempre es lo mismo contigo. Te voy a llevar con esos señores para que también a ti te den una friega”. Con el hijo en brazos, la mujer señala hacia la misericordiosa representación, y el niño disminuye si llanto mientras observa con desprecio a otros niños que forman parte de la crucifixión.

Algunas señoritas ondean su cabello y enchuecan la boca frente a la cámara del celular, pero ninguno de los espartanos semidesnudos las ha mirado, pues están demasiado ocupados peleando con sogas, profetas deshidratados y las indolentes piedritas que se meten en las sandalias enlodadas de tierra y sudor.

Quienes sí miran a las señoritas de lentes oscuros y tops ajustados, son las panzas inmóviles de los señores que esperan sentados a la sombra de un árbol. Podría jurar que están durmiendo con los ojos abiertos; el sudor le escurre por las cienes hasta la barbilla, y la gotita de sudor se queda suspendida ahí, agarrada apenas de la barba mal rasurada. Puedo sentir la cosquilla de su sudor en mi propio rostro, pero él no, no se ha movido un centímetro. Si, ese hombre está dormido.

Y pienso, ¡cielos! ¿qué significa esta mimesis para estas personas? Dice Wikipedia que, comprendiendo la dificultad de peregrinar a la Tierra Santa, en 1686 el papa Inocencio XI concedió a los franciscanos el derecho de erigir estaciones de la cruz en sus propias iglesias. Y, gracias a eso, hoy, ¡300 años después!, la iglesia de Santa María Ozumbilla, Estado de México, puede convocar al pueblo en este árido cerro para revivir el calvario de un hombre.

El viernes por la mañana mis vecinos llenan las albercas, reciben invitados, preparan las bebidas y la carne, porque “la situación está difícil”, y porque además Dios es indulgente. A medio día pensé con satisfacción que ya era demasiado tarde para ir a Iztapalapa. Para mi sorpresa existen otras crucifixiones amateur, pero igualmente hollywoodezcas.

Me uno a los demás creyentes en el momento en que su relator advierte sobre la basura que desechamos todos los días y la destrucción de los ecosistemas. El cielo está despejado, el sol arde en la piel y un viento empolvado levanta sin pudor las ropas de nuestro salvador. Algunas casuchas nos rodean y un árbol sin hojas enmarca el acto. “Que este día, sirva de oportunidad para pedirle perdón a la madre tierra por las veces que hemos sido malos hijos y la hemos despojado de sus riquezas.” El pregón cristiano continúa así, actualizado, o quizá más bien descontextualizado. No puede ser de otra manera, todo discurso milenario para ser vigente debe hablar de plásticos y dinosaurios.