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La ciudad y las lenguas

Por Areli Figueroa

Moctezuma es una estación poco conocida y, sin embargo, llena de camiones con distintas rutas para el oriente de la ciudad. Es una estación tranquila a pesar de la gran afluencia de gente y a pesar de estar bajo un puente. El camión me deja por el norte y casi siempre que paso frente a la comida china del lugar, puedo escuchar a los dueños y empleados hablar en un idioma que desconozco totalmente. Sus voces disparan rápidas sílabas cortas en enunciados que no sé si son párrafos enteros o hubo un silencio separatorio ahí del cual yo no tengo ni idea. Me pongo a pensar en el agua y el aceite, los chinos ahí están hablando en su idioma materno haciendo caso omiso a la plática en español del puesto de enfrente con uno de los microbuseros. Los chinos están en situación de ventaja pues ellos sí comprenden el español pero nosotros no el chino, al menos yo no. ¡Qué ardua será la tarea de tener que acostumbrarte al idioma de la mayoría! Si uno es inmigrante no se puede poner sus moños y exigirles a los demás que ellos aprendan el idioma propio.

Sigo mi camino y paso frente a una pulquería La Gloria y un graffiti, “La cerveza es para los weyes, el pulque para los reyes”, saluda a todos los transeúntes. Se abren las clásicas puertas dobles y alcanzo a escuchar algarabía ebria y música de banda. Sorprendente es cómo unas puertas tan endebles podían aislar todo ese ruido. Recuerdo la primera vez que fui a una pulcata, fue en Iztapalapa y yo tenía 17 años. Habían terminado nuestras clases y no sabíamos qué hacer para matar el tiempo pues apenas era la una de la tarde. Entramos a una casa (deduzco que no era del todo legal ese establecimiento) con el patio lleno de mesas de madera rodeando un gran tinaco, como si de un ritual se tratara. El pulquero con sus callosas manos sacaba el preciado alcohol con una jícara vieja. A diez pesos el litro… de eso hace cinco años.

Comida china. Foto: www.forosperu.net

Comida china. Foto: http://www.forosperu.net

Doblo una esquina y me encuentro con el Instituto Sol, una escuela de peluquería y belleza que siempre está abarrotada. Las estilistas dan cortes, tintes y todo lo que tenga que ver con cabello gratis y las personas ponen sus cabezas en manos de estudiantes hambrientas de experiencia. Allí, las pláticas se difuminan unas con otras en una cháchara de mil voces. Si yo fuera una exiliada o si hubiera pasado mucho tiempo en el extranjero esa cháchara de las mil voces sería para mí la mismísima voz de los ángeles. He estado en el extranjero hasta un mes, lejos de mi idioma natal y de mi acento chilango y sé el alivio que se siente estar rodeado de voces conocidas. Hay un gran elemento auditivo en el concepto de extranjero y paisano. Tal vez los chinos y su plática me pusieron en ese humor melancólico.

Por fin, entro al Metro y reconozco sus sonidos característicos; como cuando una película cambia de escena o en un videojuego pasa el peligro, la música cambia. Las voces ahora son más definidas, ya no se pierden en la inmensidad de la ciudad sino que se encierran entre cuatro paredes. El sonido del Metro recorriendo las vías, la señal de que las puertas se cierran y los torniquetes girando cambian mi pensamiento a uno más dinámico. Aquí adentro bajo un poco más la guardia pero tengo que caminar más rápido. El vaivén casi líquido del vagón sobre los rieles, el aire succionado y luego exhalado cuando llega a la estación, no es de extrañar que las escenas en un subterráneo sean de las preferidas en el cine. Llega el tren con dirección Observatorio y me subo, hay bastante gente porque es entre semana. Me recargo en una silla en el pasillo entre dos asientos. Un joven con aspecto bohemio, oliendo a algo ácido y dulzón, muy sabroso, se sienta y una señora de aspecto estricto pero amable le pregunta por el gran pánel de tela que trae cargando el muchacho. El muchacho vende aretes de alambre torcido y piedras semipreciosas. La señora amablemente pregunta “¿cuánto los de allá?” y yo sin saber cuáles, pero el joven sí “a 40 pesos”. La voz del muchacho es segura y grave, mientras el tono de la señora es de curiosidad. El ventilador hace un ruido molesto y se entromete con mi espionaje, decido moverme subrepticiamente hacia ellos. Cuando alcanzo la conversación de nuevo escucho cómo el chavo le explica a la señora el cariño artesanal con el que hace sus aretes, cómo aprendió el nombre de cada piedra y cuánto le apasiona la geología. Su voz se apasiona cuando comienza a relatar cómo consigue las piedras (un amigo en Coyoacán) y lo bonito que es México por su diversidad rocosa. “Usted nunca lo sabría, pero México no sólo tiene ónix sino también turquesa, hubo un tiempo cuando se puso de moda el cristal Swarovski y mis ventas bajaron”, la señora asiente muy interesada para después preguntarle por qué no vende aretes temáticos a las festividades de cada estación. El joven niega suavemente con la cabeza, haciendo girar sus chinos para decir que no le gusta crear en masa, “a lo chino”, dice él (mucha presencia oriental ese día) porque pierde el toque, además de que tendría que comprar mucho material para vender poco. “No me sale”, dice resumiendo en una frase la limitación económica que a todos nos constriñe.

Los miro a ambos e imagino un mundo, hace miles de años tal vez en la antigua Mesopotamia y me pregunto qué pudieron haber hecho ellos en ese entonces. Me imagino al chavo sentado con una túnica y trapos cubriéndole el rostro y la cabeza (en el desierto hay que estar bien tapado), con sus artesanías en el suelo sobre una tela más grande, recargado en alguna construcción color marrón y el sol inclemente sobre sus hombros. ¿Qué tanto habremos cambiado? La gente curiosearía un rato por su mercancía para pasarse de largo sin haberla notado. Tal vez alguien se interese lo suficiente como para comprarle algo. Al final de la jornada, a eso de las cuatro de la tarde, pues la noche cortaría cualquier actividad, regresaría a su casa a las afueras de la ciudad, esperanzado tal vez por su búsqueda de piedras donde trata con extranjeros de tierras misteriosas. La música de regreso a casa sería más suave, las pláticas esporádicas, el sonido de algún camello o caballo, perros ladrando y gente riendo. Pero sin la maquinaria de ahora de fondo. Sonidos rústicos y en la noche una orquesta de insectos. Todos arrullando al vendedor para que mañana muy temprano se levante con el sol y regrese a la ciudad para vender sus artesanías. Tal y como ese joven del siglo XXI que hizo lo mismo.

Mi historia se corta cuando me percato que ya llegamos a Insurgentes, me dirijo a la puerta y su tono en la me indica que se abrirán las puertas. El sonido del vapor que las abre me da la bienvenida de nuevo a la ciudad. Cuando salgo, la música otra vez cambia.

Ciempiés naranja

Por Bernice Melo Pacheco

Las personas no se dan cuentan de la magnitud de su condición humana hasta que se quitan los gritones audífonos de los oídos o, como en mi caso, despegan los ojos del libro que están leyendo, ignorando el circo gratuito de vendedores, charlas y diversidad musical que hay en los vagones del Metro. Guarde mi libro Historias de Cronopios y de Famas, del señor Julio Cortázar, autor muy popular entre los jóvenes, para mezclarme entre aquel mercado. En principio no observé más que a muchachos encerrados en sus propios pensamientos, hombres de traje con caras alargadas que parecía cargaban cadenas invisibles del trabajo a su hogar y uno que otro niño berrinchudo pataleando enfrente de sus padres. La única persona que llamó mi atención fue un viejito que leía un libro vaquero ¡hace tanto que no veía uno de esos libritos!, con sus llamativos dibujos y su estrafalaria historia hacen sentir joven a cualquier alma en pena, como aquella que tenía en el suelo una bolsas de latas vacías para subsistir. Ya saben, la basura de unos es el tesoro de otros. Con una pícara sonrisa se deleitaba devorando voluptuosas siluetas que sólo los diseñadores gráficos de los 90 sabían hacer. También pude ver a un par de hippies que, vistiendo ropa costosa pero con el símbolo de amor y paz en el corazón, se burlaban del pobre viejo hablando sobre la literatura que se vende en Sanborns, un par de esnobs del siglo XXI de los cuales no caché ni una palabra.

Dulces. Foto: www.m-x.com.mx

Dulces. Foto: http://www.m-x.com.mx

Y hablando de juventud esnob, recuerdo la plática de dos chicas en la estación La raza, quienes compartían su opinión sobre un fascinante hombre llamado Grey y su mezquina manera de ver la vida y el amor. De inmediato como flecha recordé la majestuosa El retrato de Dorian Grey ¡Cómo gocé leyéndola a mis 18! Uno de los primeros libros que marcó mi criterio cultural. Pero conforme avanzaba la charla, las jóvenes sacaban a colación látigos, juguetes sexuales, esposas, tangas, y hasta dildos. Supe en seguida que no hablaban del joven de belleza y juventud eterna que yo pensaba. ¡Caray, me equivoqué de Grey! El entusiasmo de las chicas era tal, que mis pensamientos más oscuros se desplazaron a la lluvia que había debajo de sus faldas. Ellas bajaron en la estación Juarez, estoy segura de que mi modosita historia las hubiera aburrido.

Bueno, pasemos a otra cosa, ya que en el Metro jamás se acaban las historias. Un día en el que fui al centro a comprar material para mi trabajo, la estación 18 de marzo se llenó a tal magnitud que pacería un horno, donde nos cocinamos a fuego lento como polluelos. Recuerdo a un hombre rechoncho derretirse cual vela ante el Sagrario en Semana Santa. “¡Qué calor! Nos hubiéramos pasado al lado de las mujeres”, gritó una señora gorda de vestimenta floral, cabello pelirrojo y tez un tono más subido del moreno claro. “Sí, mana, pero esto sirve para bajar la lonjita”, le respondió su amiga de cabello de hongo, como de hombre, playera de diamantes sintéticos, leggings azules y ligeramente más delgada. “Hoy me chingué tres malteadas de nopal, llevo una semana y ya siento la diferencia, como más liviana.” “No´mbre, a mí no me pasa nada, pá mí que la Magda nada más nos ve la cara de sonsas y nos saca la lana”. “No, manita, mira, yo ayer tuve harta diarrea y…” ¡Gracias al cielo, ya me tenía que bajar! Su voz se asemejaba a la de los guajolotes. Se me quedó un ligero antojo de malteada, con nopal, tal vez.

¡Qué haríamos sin la múltiple diversidad del DF y sus comerciantes! Te venden desde los más sofisticados y exquisitos chocolates Duvalín, “ricos de principio a fin”, a tres pesos hasta las capas de hule de bolsa de súpermercado para cuando llueve. Ellos son mejores con el pronóstico del tiempo que los meteorólogos titulados de las más prestigiosas universidades. En aquel enorme ciempiés naranja encontramos desde mazapanes de leche y cacahuate (hay para escoger), sopas de letras para los más cultos y hasta el buen reven de 150 pistas musicales, formato mp3, en un solo cd. La piratería no es lo único que infringe las leyes en nuestro ciempiés. Recuerdo que un domingo lluvioso, sin mucha gente ni bullicio, transbordó una niña de piel morena, cabello recogido en una trenza, vestido sucio y guaraches color café, que en su espalda cargaba un bebe. Una niña indígena como la que se arriesga pidiendo una moneda entre los coches del periférico, la que se sienta en la calle a bordar con su madre collares de chaquira o la que vende santitos en la Villa. Pero esta niña tenía una diferencia muy notable, su mirada era tierna como la de un cachorro, su estatura me decía que no tenía más de diez años y su vientre de embarazada se calculaba como de siete meses o más, y estoy casi segura que el bebé que la acompañaba no era su hermano menor.

Estupro. Foto: site.adital.com.br

Estupro. Foto: site.adital.com.br

Es una princesa de hielo, pensé, ya que conforme ponía en las piernas de los pasajeros una hoja de papel con la leyenda “No se hablar español, pido una moneda que le sobre”, tenía la capacidad de dejarte helado, temblando de sólo mirar sus pequeños pasos. Yo tenía los pensamientos escondidos en mi cabeza, se asustaron al pensar en su vientre. El vagón se hundió en una profunda nevada. Sin saber nada de ella todos intuíamos la macabra historia que la seguía como sombra. Una madre sentada enfrente de mí tomó la mano de su hija apretándola fuertemente y besando su cabeza sin dejar de mirar a la pequeña princesita del hielo. El instinto maternal es así, se activa como el wifi al celular. Me invadieron escalofríos en la nuca al pensar en esa niña, ¿por qué estaba en ese estado?, ¿por qué ninguna autoridad se había acercado a ayudarle? Yo sin conocerla tenía tantas ganas de involucrarme en su pobre vida. Mi esperanza fue arrollada por las vías del vagón cuando le ofrecí una moneda de cinco pesos y vi lágrimas secas en su rostro. No se necesitan palabras, sinónimos ni adjetivos para describir cuando la trata de personas pasa frente a tus ojos pidiendo algunos centavos, sólo se tiene que ignorar y seguir con la vida. El Metro es un transporte que no impone estatus, objeción, ni límites a sus pasajeros. Puedes transportar desde una bolsa de latas hasta un riñón.

Napoleón

Por Nury Arnaiz

Si mire damita y caballero, llévele a la niña y el niño un bonito regalo, un bonito detalle…

Cuando subo al Metro me dejo envolver entre las frases de los vendedores, porque uno nunca sabe cuándo las vayas a necesitar. Trato de aprenderlas y las repito hasta que llego a casa, las practico con quien se cruce en mi camino y me alegro cuando alguien ofrece una moneda por mi poder de convencimiento.

La sensación de estar en el limbo cuando voy en un vagón a las doce de la noche, la lujuria de pasajeros con la mano en su miembro o con una simple mirada que desnuda, la gula que los vendedores ambulantes provoca, la avaricia de quienes ven con desdén a los descalzos de la sierra de Puebla pidiendo una moneda, la ira de aquellos que en momentos de hora pico te empujan para salir, la pereza de los que van a las seis de la mañana o de los regresan a las ocho de su rutinario trabajo, la herejía de aquellos que deambulan en silencio para robarte la cartera o timarte, la violencia de quienes traen prisa, el fraude del sí, mire, te llevas a la venta unos audífonos con entrada para celular, mp3 o estéreo por sólo 20 pesos, la traición constante en los titulares de los periódicos en los kioscos. Todo eso y más es el Metro de la ciudad de México, una divina comedia.

Como parte de la vida diaria de millones, el Metro me somete sin escatimo a sus huecos profundos con paredes repletas de cables polvorientos, aceitosos, sin vida. Hay momentos en que imbuida en mi diálogo mental, me paso de estación y me doy cuenta cuando la luz perfora las ventanas y siento cómo me elevo a paso de despegue para ver a lo lejos, a lo cerca y por debajo el montón de casas, coches, puentes y avenidas que componen la ciudad, la espesura del aire, lo disperso de las nubes y con suerte la copa de algún árbol frondoso. Si es de noche, ya me chingué porque no entra ni madres de luz y el panorama cambia drásticamente ofreciendo un espectáculo donde se aprecia la inmensidad de lo bonito, lo bonito no con mucha claridad, pero lo inmenso, sí.

Son las ocho de la noche y me resigno a disfrutar el tufo nauseabundo de la línea café. Yo viajo a todas horas en el Metro porque tengo la gracia y desgracia de que mis actividades carecen de un orden rutinario, cosa que en ocasiones me da la opción de prevenir tardanzas o provocar aventuras en las horas pico. Me dirijo a un bar localizado a dos calles de la estación Deportivo Oceanía de la línea amarilla, sin estar segura de cómo llegar me acerqué a uno de los mapas para trazar mi ruta, en dicho acto inevitablemente me distrajo el tumulto de gente esperando como perros rabiosos la llegada del tren, al cual he bautizado como Napoleón, por su movilidad estratégica, su constante ir y venir, sus aires bélicos y su entrada triunfal, arrebatadora, fuerte, digna del invasor que conquista territorios. El tumulto de rabiosos que esperan a Napoleón sale de control en cada una de sus entradas triunfales, pues cuando Napoleón abre sus múltiples bocas escupe otro contingente más rabioso que sustituye al que esperaba ingresar desesperadamente a sus entrañas, al manto de su protección. Ante tal espectáculo, decido aprovechar que en esos momentos hay implementación del apartheid, así que me voy a la sección de mujeres para olvidarme un poco del agobio que me provocan los perros rabiosos en caos. Porque la verdad a mí solo me gustan los gatos.

Napoleón. Foto: Nury

Napoleón. Foto: Nury

Me escabullí entre las rabiosas para esperar por simple superstición al tercer Napoleón, Napoleón tercero. Sin pensarlo mucho apliqué unos trucos de corredor de poder del football Americano y entré. Rodeada de hembras que sin delicadeza embarraban en mi cuerpo todo lo que les sobra, me concentré en mantener la calma en caso de una crisis de asfixia, terremoto o incendio. En eso andaba cuando vi a una hembra de tetas enormes e hipnóticas contándole a su hija de metro y veinte centímetros cómo es que hay padres que mandan a sus hijos a pedir limosna y que los niños encima de que talonean no se conforman si le das cincuenta centavos o un peso. La hembra de metro y veinte centímetros movía de un lado a otro su pequeña cabeza imaginando que a eso se dedicaría, pues aplicando su álgebra avanzada se daba cuenta que eso le dejaría más lana que seguir en la escuela, la cual consideraba una tortura porque la maestra le hacía cargar toda la semana ocho libros que pocas veces abría. También consideró con mucha ilusión que la libertad de pasearse por las bocas de Napoleón la llevaría a explorar toda la ciudad, los Estados de la República (de los cuales sólo conocía el Estado de México) y la tierra de los gringos: los Iunaitet Esteits, pues su abuelita que se había afiliado a Morena le cuenta constantemente que ahora que el Peje sea Presidente va a sacar a todos de la desgracia y que esa queda fuera del país. Yo sentí un poco de pesar por la hembra de metro y veinte centímetros porque seguramente no estaba bien alimentada para lograr dicha jornada, luego luego se notaba que su madre de las tetas hipnóticas se había quedado a propósito con toda la leche que necesitaba la hembra de metro y veinte centímetros. Y seguramente lo había hecho para conservar esas despampanantes e hipnóticas tetas dignas de orearse en las entrañas de Napoleón y el mundo.

Mi llegada a Pantitlán fue fácil, no tuve que hacer el menor esfuerzo por salir de las entrañas de Napoleón, el tumulto de hembras rabiosas hizo tan bien su trabajo que yo sólo me dejé llevar, qué orgulloso estaría mi maestro de yoga y mi terapeuta al verme fluir con tanta naturalidad entre los seres. Cuidando de que tal flujo me arrojara al lugar correcto, o sea, las escaleras para dirigirme al transborde de la línea amarilla, me instalé detrás de una chica con aspecto de geisha de Neza, me inspiró confianza porque se le notaba que le gustaba la putería y esas me caen bien porque no te intentan bajar al novio por la espalda, ellas lo hacen en tu cara. El caos que había en esos momentos era un caos al cuadrado del caos inicial, el tumulto de rabiosos en las escaleras era espeso, por todos lados se escuchaba a la melcocha citadina: bien, si lo prefiere traigo paletas de la Michoacana, llévate a la venta barras de amaranto una en diez, dos por quince… era muchos a la vez y no iba a casa, así que mejor los ignoré.

Después de un kilómetro de transborde llegué a la línea amarilla y me puse a adivinar donde quedaría una de las bocas de Napoleón, al escoger mi sitio me topé con una hembra vestida de enfermera, cuya edad la ubicaba donde la mujer se ve madura, lista para comer, con aspecto anómalo y boca pintada de rojo carmín. Era la hija secreta de la Mataviejitos, venía justo de vengar la memoria de su madre, había sido un trabajo minucioso pero sencillo, le habían dado el turno matutino del hospital donde por arreglos de karma estaba hospitalizado el juez que encerró a su madre. A primera hora llegó a su habitación y le inyectó veneno de rata en la yugular, esfumándose como las buenas intenciones de un político y en menos de tres minutos ya se encontraba tomándole la presión a mujeres embarazadas. No me lo podía creer, se veía plena y feliz de regresar a casa después de un día de trabajo…

Ahí viene Napoleón, triunfante como siempre, al verlo pasar fúrico, seguro de sí y sentir su aire de frescura bélica, me vino a la mente la cerveza Bohemia oscura que me esperaba en el bar de Aragón. Napoleón se detuvo y con una complicidad con la que sólo el que se enamora sabe percibir, su boca se instaló frente a la mía y nos besamos.

Limpiando los pasos

Por Ingrid Moreno

El reloj marcaba la una de la tarde cuando me dirigí a entrevistar a un bolero, cuyo lugar de trabajo se ubica en Paseo de la Reforma a la altura de Torre Mayor. Cuando llegué él estaba atendiendo a un cliente, me senté en una banca a esperar que estuviera solo para poder conversar abordarlo.

Me acerqué a saludarlo, tomé su áspera mano y le dije ¿tiene unos minutos para una entrevista?, él amablemente dijo “sí, aunque no sé nada de contestar preguntas”.

Su nombre es José Faustino García, viste un pantalón de gabardina y camisola azul marino, usa una gorra que mitiga el sol de su rostro, debajo de la camisola usa un chaleco gris que apenas se asoma, su rostro muestra las marcas del tiempo. Tiene 72 años y es originario de Lagos de Moreno, Jalisco, nunca imaginó terminar de bolero, lo que lo llevó ahí fue una circunstancia del destino, relata: “Llegué acá pues mi hijo era bolero y él me dio un lugar, porque me habían despedido de la empresa comercializadora donde trabajaba. Tenía 40 años y nadie me daba trabajo, al principio sentía harta vergüenza de estar aquí, me ardía la cara, no quería yo ver a los clientes, pero poco a poco uno se acostumbra. Hoy ya no hay tanto trabajo aquí, mire, hay mucha competencia y habemos muchos boleros en un pedacito”. Una vez que establecí mayor confianza, proseguí:

—¿Cuánto cuesta bolear unos zapatos?

—15 pesos.

—¿Sin importar que tipo de zapato sea?

—Eso no importa, pues es el mismo precio para todos.

—¿Usa algún material especial para bolear los zapatos?

—No, pos, yo nomás uso grasa, jabón para limpiarlos y mi trapo para sacar grasa, mire allá los compañeros usan un sacabrillo quesque los deja mejor, pero yo nunca lo he usado.

—¿Cómo aprendió el oficio de bolear?

—Mi hijo chiquito me enseñó y con la práctica luego veía cómo lo hacían los otros y así, la vida es la que enseña.

—¿Y qué tal le va boleando zapatos?

—Pus, no muy bien, antes me iba mejor, ganaba de 400 a 500 pesos por día, ora a veces 100 ó 150, porque hay mucha competencia, uno tiene sus clientes y esos le ayudan.

Limpiabotas. Foto: http://flickrhivemind.net

Limpiabotas. Foto: http://flickrhivemind.net

—¿Cuál es el mejor día para usted?

Tras pensarlo un rato, Don José contesta “no sé bien, pero ora que hago memoria puede ser el lunes, todos quieren llegar limpios al trabajo”.

—¿Qué personas son los que más frecuentan al bolero?

—Pos, esos, los de traje que trabajan en la oficina, a esos les gusta estar limpios, Don José mira a los trabajadores de la construcción con sus zapatos sucios y añade “a esos no les interesa”.

—¿Hace cuánto llegó al DF?

—Llegué cuando tenía 22 años, todos decían que en la capital había mucho trabajo y sí, pues cuando llegué la ciudad era otra, todo esto no estaba —señala los edificios que se elevan en Reforma.

El asiento donde bolea zapatos está cubierto en la parte superior por una lona, observo que tiene periódicos y le pregunto: ¿Son para sus clientes? “Sí mientras les limpio los zapatos leen el periódico”.

—¿Qué periódico es el que más leen?

—La Prensa, ese siempre les ha gustado.

—¿Y usted sabe leer?

—Poco, muy poco, aprendí a leer cuando hice mi Servicio militar, pero escribir, eso, si no sé. Don José mira mi libreta y me pregunta: “¿Usted que anota ahí?” Anoto algunas cosas que me dice.

Acá les decimos boleros. Foto: toptrendhombre.com

Acá les decimos boleros. Foto: toptrendhombre.com

De pronto se acerca una mujer que presta demasiada atención a mi entrevista con Don José, y me pregunta que qué hago, le respondo que una entrevista, que soy periodista y estoy interesada en su oficio…

—Ahhh, muy bien, bueno, viejo, dile que lo que más nos gusta son las propinas.

En cuanto la mujer se va Don José me dice: “ella es la Marcela, es muy celosa por eso vino a verme”.

—¿Cómo conoció a Marcela?

—La conocí un día que vino a bolearse los zapatos, hace como 15 años, enviudé hace 25 años y tengo seis hijos, aunque nomás veo seguido a tres. Mi hijo el más grande murió hace mucho, dos de mis hijos viven en Guadalajara, voy pa’allá cada Semana Santa o diciembre.

—¿A qué se dedican sus hijos?

—Mis hijos trabajan en el ejército, luego me dicen ya deja el trabajo, pero, pos, qué hago, en la casa me aburro mucho, mejor vengo pa’ca aunque sea unos centavos me gano.

—¿Y tiene nietos?

—Tengo como 20 nietos y 8 bisnietos —contesta con una dulce sonrisa.

De pronto parece que Don José ya no quiere hablar, lo veo mirando a las personas pasar y le preguntó:

—¿Qué es lo que más le gusta de estar aquí?

—Eso, señorita, mirar a las personas, por aquí pasa mucha gente.

Pasado el silencio el rostro de Don José se ilumina cuando me cuenta su aventura amorosa con una mujer mayor de la cual no revela su nombre: “Tiene 40 años y es barrendera, ora trabaja en aquel edificio”, dice señalando hacia la torre Bancomer y agrega: “dice que desde allí me mira”.

Una vez contada esa aventura volvemos al tema del trabajo y la comida.

—¿Dónde come, Don José?

—Aquí mismo traigo mi comida y aquí como, la comida aquí es cara y no me alcanza para eso.

—¿Qué le gusta comer?

—Me encantan las tortas de tamal de rajas.

Después la entrevistada fui yo; me preguntó a qué me dedicaba y no supe bien qué decirle, me limité a contestar. “trabajo en una oficina donde se aseguran coches”. Se hizo un silencio, mientras Don José señala hacia la acera de enfrente: “Miré ahí están regalando algo”, sus labios se cierran nuevamente, parece que las palabras se han terminado. Estrechamos nuestras manos en un gesto de despedida.

El cine también educa

Por La cabellera de Berenice

“Empecé a vender películas culturales como un hobbie o terapia para mantenerme ocupado, pero con el tiempo me di cuenta de que es un material de apoyo para ayudar a los alumnos con sus tareas”, cuenta Emanuel Carrillo Sánchez, alto, robusto, de tez morena, vistiendo playera color vino y pantalones negros.

Emmanuel se dedica a vender películas pirata con temática cultural frente a la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Su pequeño local se encuentra en medio del puesto de quesadillas y de nieves artesanales. Un poco cohibido, menciona que tiene ganas de dar una entrevista, no por el hecho de dedicarse al comercio informal, sino porque también trabajada como velador en un mercado del Gobierno del Distrito Federal y su noche anterior fue muy pesada.

Pero, en cuanto le preguntó por la película Snow Flower (Flor de nieve), basada en el famoso libro El abanico de seda, es como si todo su cansancio se esfumara. “Es una película muy bonita”, dice, “deja te la busco, es uno de los pocos best seller que no es literatura basura”, menciona mientras remueve todas las películas de su caja de plástico hasta encontrarla. “Yo estudié Filosofía y Letras en la UNAM, pero no terminé la carrera porque ya estaba casado y trabajaba”. Ahora entiendo cómo supo de inmediato de la película que le pedí.

Vendedor pirata. Foto: plusbits.mx

Vendedor pirata. Foto: plusbits.mx

“Te recomiendo las películas de Miyazaki, los chicos de la universidad me las piden mucho”, añade mientras platica sobre lo difícil que es encontrar películas francesas, que son sus favoritas, pero a nuestro país llegan muy pocas. Me di cuenta de toda la carga cultural que tenía su pequeño puesto, no solamente era un comerciante sino que también sabía dar una crítica certera de cada película, hablar sobre su entorno social, cultural y en muchos casos dar algunas recomendaciones de acuerdo al tema que busquen sus compradores.

“Muchos maestros viene a pedirme películas, los he salvado de varias”, comenta con alegría. En eso llegaron algunos alumnos a revolver el material cinematográfico de su mesita, Emanuel centra de inmediato toda su atención en los jóvenes. Ante todo tiene que cuidar su negocio. Me despido muy agradecida por la entrevista y saco de mi bolsa una moneda de diez pesos para pagarle la película. Él toma la moneda mientras me dice: “vela, no se parece mucho al libro, por los saltos en la línea temporal muy rápidos, además de que resaltan más la visión del director de cine que lo que la obra nos quiere decir, aunque es una buena adaptación”, y adivinen qué, tuvo toda la razón.

Katia: vende dulces y regala amor

Por Nury Arnaiz

—Vi tu forma de ser, si hubiera visto que eras periodista te hubiera dicho, ¿de cuánto estamos hablando? Yo ya he hecho muchas entrevistas para Televisa, Azteca, con periodistas muy acá, porque así se sienten, eh?, dicen soy periodista y te dicen qué hacer, qué decir, te tienen ahí todo el día y te dan bien poquito dinero. Te toman video desde que sales de tu casa hasta que regresas. Pero tú, me caíste bien por tus tatuajes y tu estilo fachudo, me caíste chido. Ahora por eso me tomo otro trago —y se empina un vodka Sky.

Había emprendido mi aventura por toda esa zona tan roja y mexicana del Centro con dos objetivos: 1. hacer fotografías relacionadas al tema “los jóvenes de hoy” y 2. una entrevista con alguien que viva del ambulantaje. El primer objetivo no se cumplió del todo. El lugar que me interesó tenía un ambiente muy familiar donde todos tenían un rol y me costó trabajo encontrar el mío al sentirme distraída y disminuida ante tan pintoresco carnaval: muchachas y señoras drogadas riendo a carcajadas o yendo de un lado a otro, mientras los niños se correteaban entre sí, jugando a quemar botes con cuetes, uno con pistola en la cintura (parte de la familia of course) rondando en su bicicleta como lobo que cuida la manada y los teporochos a quienes les di el rol de abuelos, por la experiencia que proyectaban y por lo amables y considerados que fueron al ayudarme a conseguir una escalera para subirme al techo que me daba una buena foto: el área de juegos para niños totalmente destruida y ocupada por los jóvenes de hoy o del ayer pa no errarle.

Foto: Nury Arnaiz

Foto: Nury Arnaiz

En mi segundo objetivo, la entrevista, no tuve éxito pues escogí una prosti que me rechazó sin querer escuchar mis razones e interés en ella, ¡maldita!, todo el tiempo que me tardé en elegir una, en elegirla, pues ahí hay de a montón viéndote con cara de “¡qué haces aquí perra?”. Poco le faltó para escupirme gráficamente su desdén, tenía aspecto de chica de revista 15 a 20, llevaba zapatillas negras, calcetas, falda y playerita de secundaria de gobierno, toda una colegiala perversa, buena mercadotecnia he de confesar, eso me inspiró complicidad y me recordó a una amiga que tuve en la adolescencia, siempre con cara de mala, bien putona, a quien nada más se le acercaba tantito un feo y le soltaba un rotundo “déjame en paz esperpento” (una de sus frases favoritas). Pero ya regresaré con más actitud y dinero, ellas son el tipo de ambulantes que venden amor y tiempo (pensé). ¡Claro! Tiempo…

En medio de todo el bullicio, hastiada del calor e invadida del cansancio que la adrenalina me dejó, me dediqué a caminar y saborear calle a calle del Metro Candelaria hasta Corregidora. Me consolaba la idea de poder beber una cerveza en la cantina que tenía enfrente, poco a poco me iba convenciendo el sonido de los tambores y las trompetas en vivo que acompañaban el “desnúdate ahora y apaga la luz un instante y hazme el amor como lo haces con esos amantes”. Hasta que la vi, al ras del suelo, riendo a carcajadas con alguien que la acompañaba.

—Soy Nury, estudiante de la vida, ¿y tú?

—Me llamo Katia, me dicen chaparra, soy ambulante y ya.

Katia nació con una malformación congénita, por la cual lo único de tamaño “normal” es su tronco y cabeza. Muy bien peinada y pintada, viste de negro y con chaqueta de cuero. No creo que sea necesario describir más de su aspecto, ya que cualquier carencia que éste pueda tener es recompensada con su alegría, su tristeza hipnótica, su energía y su gran corazón. Trabaja seis días a la semana, vive en Neza y no le gustaría tener hijos.

Lleva seis años vendiendo dulces en la calle, “antes sólo estaba en mi casa… era huevona”, comenta riéndose. “La verdad no se leer ni escribir pero soy chingona, te va a sonar raro pero me gusta el reggaeton y la banda. Me he enamorado sólo una vez, creo que no te puedes enamorar tantas veces. Sólo una. Duré ocho años con él y terminamos ¡hace quince días! ¡Carajo!, como puedes ver, ando celebrando mi divorcio”.

Se empina de nuevo el Sky cubierto por una bolsa de plástico negro, mientras aclara que nunca se casaron y que una relación con mentiras y sin confianza termina por acabar. “He tenido la suerte de siempre terminarlos. Antes de que me terminen”, y le da dos tragos más a su pena.

—¿Cómo se llama?

—Sin comentarios… El innombrable… ¡Fernando!, El mala leche

—¿También ambulante?

—No, microbusero … ta peor el asunto, ¿no?

—¿Qué más vendes, dulces, cubitas?

—No, cubitas no. Te iba a decir que placer, cuando se da el hecho, pero no, namás dulces, —dice sonriendo.

Katia piensa que si estamos en esta vida es por un propósito, “si dios nos deja aquí es por algo”. Y recalca que su porpósito es “salir adelante, superarme ser más chingona que los demás, bueno yo ya lo soy, pues tengo otra perspectiva”, ríe de nuevo. Señala que no deja de sorprenderse se la gente que tiene la oportunidad de estudiar y no entran a las clases, porque hay muchos que no saben leer y escribir y ya quisieran esa oportunidad. “¡Gente pendeja!”.

—Tú no tuviste esa oportunidad, ¿verdad?

—Dpísculpame, pero hay gente es muy ignorante, que piensa “los niños se van a reír de ella, o la maestra va a decir no la puedo cuidar” o de plano que no vas a poder moverte o que eres inútil y, la verdad, yo me creo más chingona que los que tienen todas sus partes.

—Y tus papás?

—Mis papás, qué te puedo decir, un encanto, vivo con ellos. Yo tomé la decisión de venir a trabajar, ellos no querían, pero no me gusta estar atenida a los demás, que me des una moneda por lástima. Empecé a trabajar a los 18 en los tianguis, siempre he vendido dulces. Cada quien tiene su ritmo de vida, yo tengo el mío.

Agrega que su mamá trabaja en una guardería y su papá lava combis. Katia es la mayor y una de sus hermanas trabaja con su esposo de microbusera y la otra es ama de casa. Además tiene tres sobrinos: Alejandro, Jesús y Renata. “Jesús, de un año, es mi consentido por barberito, cada que llego corre me abraza y me besa. Es mi adoración, mi mamá no se diga”. Y de sus papá “sin comentarios, dejémoslo también el innombrable, ¿va?, ocupa también el lugar de ese güey”.

—¿Para tí que es la felicidad?

—Despertar, ver el día, ver a la gente que quieres, abrazarla y darle un beso y decirle te amo a lo máximo. Si te gusta alguien dícelo también porque si no al rato te vayas a morir y no dices lo que sientes. Creo que es eso, ver a la gente que te quiere y estima e igual decirle un te quiero, esa es la felicidad. La felicidad es como la quieras vivir tú.

La gente nos interrumpía constantemente para comprar un cigarro, un chicle o lo que fuera, dándome la oportunidad de observar sus cortos y precisos movimientos, sus ojos con destellos de tristeza y cada una de las gaviotas tatuadas que se asomaban de su pecho, las cuales la enorgullecen “por la libertad que representaban, por lo chingón que he vivido y el hecho de que nada me asusta”.

—Dime tres momentos importantes en tu vida.

—Me vas a hacer llorar… Pero bueno: tener a mi familia a mi lado, ser como soy, tomo, me voy de fiesta, todo y tener a dios en mi corazón.

—¿Estás triste por tu amor?

—Fíjate que no, no es tanto eso, la vida es así, lo que te pase hay que dejarlo ir. Yo siempre he dicho que el amor no es para lastimarte, es para vivirlo al máximo, cuando una persona te lastima, aún así la quieras un puterísimo, vámonos, que venga el que sigue. ¿No dicen por ahí que un clavo saca a otro clavo? ¡Hoy me voy a conseguir diez hombres!

—¿Con pilón?

—¡Sí, que sean once por favor! —remata y suelta una gran risa.

 

Mi aventura terminó justo en el ocaso, me dirigí hacia el Metro Candelaria devorándome un pay de limón con galletas Marías que Katia me regaló. Al entrar a una calle donde la gente se apresuraba a recoger sus puestos, observé cómo los últimos rayos del día iluminaban un águila devorando una serpiente, era el Congreso de la Unión y mi corazón soltó desde su roja profundidad un ¡Viva México!