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La Bella Cande

Por Ramón Cruz Colín

“Es un mito eso de que lo del pulque fermentado en abono, en mierda de animal”, me dijo el Chano, serio y cortés, moviendo los bigotes al hablar con un tono de cantante de ópera. “Eso le gusta creer a la gente. Usted nomás imagínese joven: cuántos enfermos no habría ya si eso pasara. Puras mentiras”.

La Bella Cande es una pulquería cercana a mi casa; y además una de las más antiguas, tradicionales, que sobreviven de la Ciudad de México. Según Chano, sus puertas se abrieron a los parroquianos alrededor de 1902, en época porfiriana, momentos antes de la Revolución. También ignoraba que, en sus inicios, las dimensiones espaciales eran mayores y no se estilaban los curados. “Los dueños eran dos –recuerda el Chano–, pero ya muertos empezaron los problemas con los nietos. Antes era más grande, había más mesas. Yo empecé aquí de jovencito, estaba chamaco. Primero era ayudante y me iba a recoger el pulque muy temprano, allá por lo que ahora es la terminal Buenavista. Llegaba desde Hidalgo en camiones”.

Diez años antes de cumplir el siglo de existencia, uno de los propietarios decidió vender la parte que había heredado. Se perdió más de la mitad de su terreno. “El señor dijo que ya no era negocio, que no tenía caso hacerle más al pendejo y vendió; el otro pus ahí sigue, de vez en cuando viene”, comentó el Chano, mientras lavaba los vasos acristalados y los colocaba encima de un entrepaño improvisado. Las palabras de este hombre están cargadas de historia, de una jamás contada en algún libro; sin embargo, la suya se vanagloria de los mejores momentos que ha pasado en ese lugar, de cuando los exteriores eran llanos y no había puentes ni asfalto; de los fugitivos de Lecumberri; de los boxeadores famosos que gustaban del pulque, como el Güero Rodríguez, quien derrotara a cuatro o cinco italianos en su propia tierra; de las Carpas que visitaban la colonia una vez cada año hasta que desaparecieron; de los amigos conocidos, la mayoría muertos.

“Pasa algo raro joven –abundó el pulquero recargando sus brazos sobre la barra de concreto –, hace como seis o siete años ya teníamos pocos clientes, puros conocidos de años; pero desde hace dos o tres llegan muchos chavos. Vienen en bola. Si viene un jueves o un viernes a eso de las cuatro los va a ver. A veces hacen su desmadre, pero casi siempre están tranquilos; algunos clientes no los aguantan, mejor se van”.

El síntoma es familiar. Un fenómeno análogo ocurre en las pocas pulquerías de la ciudad. Pero jamás imaginé que lo mismo sucediera en la Bella Cande. Irónico: he bebido ese líquido –que los aztecas consideraban sagrado, reservado a la nobleza y a los guerreros de mejor linaje– en lugares tan lejanos a mis rumbos como Xochimilco y Cuernavaca, y ahora era la primera vez que cruzaba las puertas de ese sitio vuelto emblema de jóvenes creadores. Resulta que cada año, un grupo de pintores, escritores y poetas realizan una celebración expositiva en su interior. Este lugar, un día, desde hace diez años, se transforma en un recinto que alberga manifestaciones de carácter expresivo: se declaman poemas y se cuelgan cuadros y dibujos que cualquier cliente o transeúnte se puede llevar. Señalando hacia las cuatro paredes, “los que están ahí los dejaron; ya no cabían, unos los regalamos”, explicó el Chano.

Imagino escuchar los ecos de las voces mezclados con el sonido de una vieja rockola y con las canciones a capela de esos trovadores que también participan del festejo. Contrario al lugar común, no abundan las leperadas ni los albures, y la amabilidad permea el ambiente. Quizás entré en una tarde equivocada, pues los parroquianos se notan por ausencia, aunque agradezco la compañía del pulquero y de tres personajes más. La plática entre ellos es amena, cargada de un chacoteo seductoramente burlón y agresivo, exclusivo de los viejos amigos, de esos no susceptibles que se ofenden si les mencionan a la hermana o a la madre, o si les repiten esos rasgos físicos que a fuerza de existencia han aceptado. No es bulling, pero si así lo visualizas y lo crees, estás condenado a la soledad; pues unos, finalmente, se despiden de los otros entrelazándose las manos y con una sonrisa dibujada en el rostro. De lo anterior fui un participe pasivo, burlándome, cagado de risa introspectiva. Por otra parte, nunca alguien de ellos se atrevió a involucrarme en su asunto; siempre conservaron un respeto ofrecido al distante desconocido.

–Chano, ¿por qué no le cuentas de los jotos que te has metido al baño? ¡Abusado joven!, Este cabrón no más agarra confianza y se le sale lo puto –me advirtió un señor moreno, canoso, de baja estatura y que rinde tributo al pulque orgulloso de una barriga abultada y colgante. Al escucharlo, en mi mente se proyecta la silueta de un grupero que toca el acordeón.

Me agrada el sabor del curado de guayaba. Hago buches y frunzo el ceño: los vapores de los miados escapan del baño y penetran mi nariz. Qué espacio tan pequeño: un cajón azul en el cual apenas cabe una persona. Si te equivocas y te sientas, las rodillas rozan con la pared y raspan. Curiosamente no hay música. La rockola ha permanecido en silencio desde mi llegada. Antes intenté poner una canción, pero el repertorio no me convenció: rancheras adoloridas, poperas de los noventa, románticas cursi, rock del Tri y de El Haragán; me abstuve. Luego me fijé en esa par de mesas de madera color marrón desocupadas. Entonces las vislumbré abarrotadas en fin de semana, con jóvenes apretujándose y bebiendo curados de avena, de jitomate y de piña, mientras una cucaracha pasa frívolamente a sus espaldas, caminando sobre el muro. “A veces salen a tomar el aire”, me ha dicho el Chano con una ironía exenta de vergüenza. De repente, un hombre entra de súbito, apresurado, molesto e interrumpe mis divagaciones.

–¡Qué onditas esos carnales! ¡Qué pedo! ¿Cómo anda el bisnes? ¡Puta madre, estoy que me lleva la verga! No he vendido ni madres y el pinche sol está de su pinche madre, bien cargado; entonces dije: “para qué estoy como pendejo camine y camine y camine como pinche burro sino no he vendido nada. Mejor me chingo un curadito y al rato le caigo a la chinga”.

El Farina me sorprendió. Su personalidad canera, cargada de sesgos de una comicidad involuntaria, resaltaba sobre la de los otros. Se destacaba por el desparpajo, el contoneo corporal y la habladuría. No se estaba quieto un minuto. Era una especie de danzante-loro. De estatura media, mulato, cabello corto crespo, repleto de tatuajes horrendos y mal hechos en los brazos y en el cuello, mismos que no ocultaban las decenas de cicatrices que él mismo se infringiera en aquellas sobredosis de solventes industriales. El Chano también me contó de una ocasión alucinante en la que se prendió fuego. “Se levanta la playera y trae la carne chamuscada”. Pasaron cinco minutos y sacudió el ambiente: escogió tres canciones; dos las cantó a capela y una la bailó.

–¡Qué pedo, mi Chano, ¿a poco no está bien chingona esta rolita? –comentaba el Farina girando sobre su propio eje, con un brazo alrededor de la cintura y el otro elevado a la altura del hombro. ¡No mames mi jo, qué paso! –se dirigía al grupero– éstas yo las bailaba de poca madre en las tocadas del barrio; ya sabes, con dos tres morras la banda me hacía circulo.

Aclaro: la Bella Cande no es apta para señoritas que padecen claustrofobia, repulsiones olfativas, ascos digestivos, sentido de diferencia clasista o complejo de princesas de leyenda. Tres diferentes días la visité y llegué a esa conclusión. Es un sitio tan particular, que aún conserva en la entrada una advertencia pintada en rojo: “Queda estrictamente prohibida la entrada a uniformados, mujeres y menores de edad”. Pero el aviso es letra muerta. Chano dice que se conserva por los viejos tiempos. Es decir, por la nostalgia.

Posdata: Chano busca mujer bonita con buena presentación para atender las mesas. El sueldo es semanal y el uniforme lo proporciona el pulquero. Requisitos: usar la minifalda negra,  zapatillas, escote acinturado, tener capacidad de tolerancia y una absoluta seriedad, pues no se aceptan los coqueteos con los clientes. Es broma.

Los Colorines

descubrimiento-pulquePor Charlene Domínguez

“Por ellas aunque mal paguen”. Casi cualquier pulquería del Centro de la ciudad, porta en su fachada el nombre grabado o pintado, de una mujer: Santa Solita, La hija de los apaches, La elegante, La bonita. Quizá se deba a que el fin último de beber pulque, como cualquier otra bebida,  sea la borrachera.

La embriaguez puede ser el estado de ánimo más propicio, el más consolador o el más desgraciado.  Hace llorar al hombre por todo. Le llora al amigo, al compadre, al hermano. Llora por un amor perdido, por un amor herido. Le llora a una mujer o se queja de ella.

Ahora la gente, en una pulquería como Los Colorines, es muy variada. Si vuelves tu cabeza  al lado  izquierdo, ves cruzar  el portón de madera viejo y bien tallado, al más fachoso o al mejor vestido.

Este lugar  te hace sentir más mexicano que un maguey. Y al extranjero, seguro le hace envidiar al mexicano. Si te posas de frente, deslumbran los colores intensos, las luces y los adornos.  Paredes rosadas, que muestran a tus ojos el pasar de los años. Muros que han sido callados por mostrar el tiempo, el incansable tiempo que no para. Esas paredes que huelen a tierra, a polvo, labradas de adobe, cargan a sus espaldas anchas y duras, un arco de jarros de barro: opacos y brillantes.

Paredones orgullosos de haber sido vistos por los grandes: Desde campeones olímpicos de Beijing hasta integrantes de  televisoras han pasado por ahí, y han dejado su firma vanidosa y distinguida.

Los muros de ladrillo rojo soportan el peso de  cantimploras de cuero, de  chiquigüites de palma y los adornos de barro miniatura.

De pronto, suena el rasgueo de una guitarra: “No me importa la vida, nada me importa su sufrimiento. Que aquél que nada tiene, ni amores llora, vive contento.  Todos los desengaños dentro de un alma ruda, no duelen ni hacen daño; la van forjando”. Es atardecer huasteco. Pedro Infante es muy sonado en este lugar y las bocinas, colocadas en alto, envuelven  de ambiente caprichoso a los que beben.

Quizá alguien haya observado ya que el espacio donde ofrecen pulque es también un lugar de confesiones o de pláticas vacías.

Antes o después de tu jícara de  un cuarto de litro de pulque, puedes gozar en este lugar de algún tradicional platillo mexicano.  En Los Colorines, un espacio dedicado en Cuernavaca, Morelos, la cocina ofrece por sí sola sus anchas y ondas cazuelas de barro con caldillo de jitomate hirviendo. El fuego, que ha sido testigo del sazón, abraza la olla de barro y  se expiden olores calientes y húmedos que estimulan tu nariz y tu olfato, y te llaman a comer, aunque no comas. Cocineras con el cabello acoplado, prisionero cual malla hubiera sido puesta, endurecen sus brazos largos y fuertes: mujeres recias como las de antes.

Los manteles a cuadros de colores, las sillas verdes como el limón y amarillas como la piña; la ola de papel picado sobre el techo que recuerdan los colores de tu bandera, las lámparas de fibra de maguey,  acompañan a  los ídolos que forman parte de la iconografía mexicana, como Emiliano Zapata. Si te sientas en aquéllas mesas de madera fuerte, seguro lo encuentras sobre tu cabeza, como casi todo mundo lo recuerda: posado sobre su caballo, con su sombrero caballero,  bigote tupido y alma guerrillera.