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Silencios

Foto tomada de: radioinformaremosmexico.wordpress.comPor Ramón Cruz

Realmente me he concentrado en los silencios. Imposible entre el chiflido del viento que se estrella contra las ventanillas del vagón, el lloriqueo de algún menor que no me interesa saber quién es, la multiplicidad de palabras que vuelan de un rincón a otro, el rozar de los neumáticos sobre los rieles, el chillido de las balatas que raspan frenéticas contra el metal, el arrastre de  la basura por el piso, las vibraciones tubulares que hacen bailar a mis manos.

Increíble, en un trayecto de seis o siete minutos –lo que cálculo equivaldría a dos estaciones– no he escuchado la música estruendosa que brota de alguna mochila improvisada como estéreo, ni el alarido cantadito de algún vendedor ambulante ofreciendo discos baratísimos y de baja calidad, pomadas milagrosas, juguetitos de moda para el niño o la niña, cuadernillos educativos y recreativos, libros que no son best seller, chicles para evitar el mal aliento, entre otros.

Tampoco ha aparecido el canto –que he esperado con nostalgia– de aquellos personajes citadinos que, en mi opinión, llegaron a ser los típicos residentes de los trenes: hablo de esos hombres y mujeres de voz desafinada que cantaban sin ritmo ni compañía esperando una moneda.

Los sonidos humanos en el transporte público se han trasformado, es indudable. Hace mucho tiempo que, abordo de los aún tradicionales microbuses o vagones del metro, anhelo escuchar un concierto de un grupo musical en vivo, sea de ranchero, de regué o de rock, que me parece eran los de costumbre. Es una pena –pienso–, mientras permanezco frente a la puerta para bajar en la última estación y el sonido de mi suspiro pasa acariciando mis oídos.

La barrera se abre, el impacto hacia adentro se escucha como un golpe de tambor viejo, es el jaloneo impulsivo del repliegue, pues están asustadas ante mi molestia por no haber logrado mi propósito inicial: concentrarme en los silencios. Por supuesto, una cuestión absurda en esta ciudad.

La marcha del caos subterráneo

Por Jonathan Vega Villarreal

El metro de la Ciudad de México puede ser un lugar relajante o un caos, dependiendo, entre otras causas, de la línea recorrida y hora de abordaje. En el momento adecuado, puede convertirse en un carnaval de sonido: hay ruidos de todos colores, olores y sabores; viajar en el subterráneo invita a escuchar, a observar con los odios, lo cual nos lleva a la siguiente pregunta: ¿A qué suena el metro? Un recorrido a través de la Línea 3, de Indios Verdes a Universidad,  nos ayudará a resolver nuestra interrogante.

¿Por qué esta ruta? Se preguntará el lector. Las razones que me llevaron a elegir  la línea color verde olivo son básicamente dos: primero, es una de las líneas más utilizadas y por ende, una fuente rica en sonidos (¿quién quiere registrar los sonidos de un lugar callado?), y segundo, Indios Verdes es la estación que me queda más cerca, facilitando esta investigación. Aclarado el asunto, demos inicio a nuestro viaje sonoro.

Comencé mi recorrido alrededor de las 14 horas, para encontrarme con un festival de sonidos que había dado inicio mucho antes de treparme al tren: la ubicación de la terminal, sobre la superficie, permite escuchar los autos y camiones que corren presurosos (como los pastores a Belén) sobre la avenida Insurgentes, sus motores truenan, rugen cual bestias urbanas, cláxones  que graznan y las voces de vendedores y usuarios forman un bullicio tanto o más escandaloso que lo que se escucha ya dentro del vagón, que irónicamente inicia su recorrido en silencio.

El vagón va lleno, mas la gente permanece callada, cual muertos en vida. Durante las primeras dos o tres estaciones lo único que se escucha es el eterno crujir de las llantas, que se acrecienta al entrar al túnel poco antes de llegar a la Raza. Este silencio es brevemente interrumpido en Potrero al encontrarme a mi primer vendedor ambulante: una señora ofrece al público usuario un disco de videos de música bailable para VCD-DVD-o-computadora, de esos de “10 pesos le valen, 10 pesos le cuestan”. La vendedora arrastra los pies al caminar, el frote de las suelas con el piso se escucha tanto como la música, la cual por cierto, es horrenda. En la misma estación, a lo lejos, una chica de muy buen ver le dice a una señora que acaba de subir: “Aí hay lugar”.

Llegando a la Raza una mujer le pregunta a lo que parece ser su novio: “¿Bajamos en ésta?”, él responde sin emoción: “En Hidalgo”. A lo lejos platican dos ancianos, no logro discernir los detalles de lo que hablan. En Guerrero abordan dos estudiantes que animosamente discuten sobre sus profesores: “Sí se la rifa, con nosotros es chido”, dice uno; nunca revelan nombres y uno de ellos baja en la siguiente estación, dejando a su compañero solo y en silencio por el resto del recorrido.

Foto tomada de: terra.comNos encontramos ahora en Hidalgo, el monstruo por fin se ha liberado: una turba de gente baja y otra sube: el estruendo de las pisadas es tal que asemeja un tambor interpretando enérgicamente una marcha militar que acompaña los cantos en que cientos de voces se han convertido la marcha del caos subterráneo.

Al apagarse el escándalo del abordaje, permanecen dos conversaciones lejanas. Una vez más, se escuchan voces, pero no palabras. La marcha del caos subterráneo regresa para una segunda estrofa en Balderas, y da paso a una madre que regaña a su hijo por un dibujo que no hizo para su tarea. Madre e hijo continuarían su diálogo de manera irregular durante gran parte del viaje, ¿qué tal si les ponemos nombre? Llamémoslos Rebeca y Jorge.

Dos comerciantes hacen su aparición, cada uno por su cuenta, en Niños Héroes, el primero, bastante joven, ofrece “Tamborines”, tartamudeando, el miedo en sus palabras puede olerse a leguas; el segundo ofrece cortaúñas con una voz tan nasal que aturde. Tan solo llegamos a la siguiente estación, un muchacho le dice a otro, entre risas: “No mames” antes de salir del vagón corriendo en carrera contra la puerta que se cierra, sus pies golpean con fuerza el suelo de madera. En Etiopía, como en Indios Verdes, son más fuertes los sonidos provenientes del exterior que los del propio vagón: esta vez las instalaciones se encuentran plagadas de niños que hablan enérgicamente. Se escuchan gritos y risas, pero nadie aborda; me atrevería a decir que tales gritos provenían, de hecho, de la calle.

Rebeca y Jorgito dejan de hablar. El silencio del momento es tal que por primera vez me percato de la alarma de cierre de puerta, un sonido penetrante pero al mismo tiempo ahogado por la mala calidad de las bocinas del tren. Minutos después madre e hijo retoman la conversación, esta vez la mujer regaña al menor por no hacer su tarea de geografía.

Al llegar a División del Norte se un bolero proveniente del vagón aledaño, se escabulle con disimulo, al mismo tiempo que otro un nuevo vendedor ofrece a los pasajeros un documental titulado: “Lo más bello de la República Mexicana”. Al anunciar su mercancía, parece un orador que recita apasionadamente: “Usted emprenderá un bello viaje a través de las 31 entidades federativas así como un Distrito Federal… Conocerá las maravillas de la geografía, la historia y hasta la gastronomía de nuestro país. 26 maravillas de nuestro México, 13 naturales y 13 construidas por el hombre, cada una de ellas hermosamente narradas en un viaje cultural sin igual”. Como de costumbre, nadie compra nada, y el vendedor abandona el vagón en cuanto arribamos a la siguiente estación (Zapata), en donde un nuevo comerciante hace su aparición: el lejano rumor de los boleros se ha revelado como la mercancía que ofrece esta persona: “tríos como los Panchos, los Tecolines, los Tres Ases, entre muchos otros”, parlotea de memoria con una voz que carece de entonación, dándole un aire robótico.

Rebeca hojea con suavidad un cuaderno que el pequeño Jorge le acaba de pasar. Él hace comentarios sobre su contenido, mientras en Coyoacán, las puertas rechinan al cerrar. “¿Y éste para cuando es?”, prosigue ella. La respuesta del niño es ahogada por una vendedora de chicles. “¿Esto es lo que tienes que hacer para mañana?”, él asiente con la cabeza. Los dos bajan finalmente, en Viveros; su asiento es ocupado por dos señoras que subieron una estación atrás y pasan el resto del recorrido cuchicheando sobre una tal Andrea. De las dos mujeres, una es más parlanchina que la otra, que se limita a mover la cabeza y de cuando en cuando emitir algún breve comentario del tipo “pues sí, tienes razón” o “sí, ¿verdad?”, en respuesta a enunciados como: “Ella no me dijo nada, pero pues a mí qué chingaos me importa”. Concluye con firmeza la oradora: “Yo lo respeto”.

El convoy, ahora casi vacío, se atora justo antes de llegar a Universidad. Las llantas rechinan y el tren hace un resoplido, suena tan cansado como sus pasajeros. Las señoras cambian el tema de conversación, ahora platican sobre sostenes: con varilla, sin varilla, con relleno, sin relleno. La más platicadora se ríe al contar una anécdota sobre no poder quistárselo en público y lo incómodo que son esas situaciones. Las dos emiten sendas carcajadas y llegamos al final de la línea. Se forma un nuevo barullo al vaciarse el tren. La marcha del caos subterráneo entona su última estrofa, esta vez suena más tranquila, casi como una balada. Yo me pregunto qué habrá sido de Jorge y Rebeca: ¿esta vez sí hará el niño su tarea? ¿Y si su mamá lo castiga por lo que no entregó hoy? En fin, lo importante es que ya me libré de las señoras chismosas y del insufrible calor del subterráneo en hora pico.

Mientras los últimos pasajeros subimos las escaleras para abandonar el metro, se alcanza a oír instrumentos musicales afinándose: en la parte elevada de la estación una banda de salsa se prepara para dar un concierto en las instalaciones de la terminal, pero ése fue otro viaje sonoro, el que aquí nos atañe, ha llegado a su fin.

Todo por tres pesitos

Por Liliana Galicia

Son las 14:30 horas  y se plantan en la estación del metro Impulsora, el calor hace de las suyas y decenas de personas ahí dentro sudan cual pollos en rosticería, de pronto, se abren las puertas del vagón, ahora la hazaña es entrar a como dé lugar, y es que todo se vale en la odisea: empujar, pisotear y correr, todo con la intención de alcanzar un asiento.

Bien, imaginen que apañan lugar, y entonces comienza la aventura, todo un mar de emociones, risas, insultos, olores, colores, pláticas entre jóvenes, adultos y niños, música… ¡Carajo! ¡Todo un guateque sobre ruedas y sólo por tres pesitos!

Seguro más de uno ha gozado o sufrido viajar en el metro de la Ciudad de la Esperanza, quizá en el vagón de en medio, quizá al frente sólo para curiosear el arte de maniobrar tremendo transporte o quizá al final de éste con la intención de descubrir y/o gozar del mito de la coquetería y el ligue que surge al cerrar las puertas.

Pues bien, a continuación les comparto un día de mi vida en el metro.

Resulta que me trepo al vagón utilizando todas las mañas y hazañas ya mencionadas, lástima, no alcancé asiento, dijera mi amiga la Chancla “me apendejé”, bien agarradita del tubo (sí, hasta eso aprende uno en el metro) y esquivando los famosos acercamientos del tercer tipo, volteó y veo a una chica sentadita, leyendo unas fotocopias, supongo va a la escuela y aplica la ya clásica “leo media hora antes de la clase pa’que  no se me olvide” o tal vez pensé mal de ella y adelantaba la tarea de la semana.

Acto seguido se escucha “lleve sus chicles cloressss, para ese mal aliento, no llegue a besar a la esposa, al novio con ese aliento a tacos, llévelos 5 pesos le vale, 5 pesos le cuesta…” Sí, efectivamente, la típica señora de voz chillona que empuja a todos como si estuviese en el mercado, mientras sigue gritando y empujando, y me pregunto “¿quién chingados va a pensar en el aliento a tacos, cuando lo que más necesitas es agua pa’hidratarte por ese calor infernal que se siente o un aromatizante para rociarlo por todo el vagón?”

 La mayoría de la gente la ignora,  van escuchando música en sus celulares, ipods y cuanta cosa se le ocurre al diablo, es decir, cada quien va en su onda, de pronto ¡zaz! como chillido de perro recién pateado se escucha que el tren frena ¡Lo que nos faltaba, 10 pinches minutos varados en medio de la estación Garibaldi y Guerrero!

 Las muecas no se hacen esperar, una chica le dice a su amiga: “No chingues, ya tengo hambre y estos cabrones siempre hacen lo mismo”.

 “Ya relájate o seguro has de traer para el taxi”, contesta la amiga.

Entre esta algarabía escucho el sonido, o mejor dicho, el crujido de unas ricas papas, giro mi cabeza con maniobra al estilo exorcista, y ¡efectivamente! una niña mordisqueando deliciosamente unas papas bañadas en salsa, imagino que la chica que padecía hambre quería aventársele y robarle una papita.

Total, se reanuda el viaje, llego a la estación Guerrero y pues a caminar para el transbordo a la Universidad, ahí la cosa está igual de asfixiante. En el pasillo un muchacho comienza a vender el disco con las mejores canciones del año: “Llévelo, va calado, garantizado, si no me busca y le regreso su dinero, las mejores canciones para bailar, un MP3 con las canciones del momento”.

Una chica como de 23 años (lo supongo a ojo de buen cubero) de manera burlesca le dice a su amigo o hermano: “No te hagas güey, bien que quieres comprar ese disco…”.

¡Vale madre!, digo en mis adentros, eFoto de: b3co, de flyrkl ruido del metro ya próximo no me deja escuchar a quién o a dónde llevaría el disco para ser la sensación del momento.

Subo al vagón con la actitud de “ya me vi” ( sí, ya saben esa actitud que transforma tu caminar erguido, por una espalda recta y brazos ondeados al caminar) porque sé que estoy a una estación de echar trago con los cuates, por lo que me quedo en la “orillita” de la puerta para salir más rápido y evitar la manoseada al bajar, mientras tanto me pregunto: ¿Qué más puedo contarles que no hayan vivido en el glorioso metro de la ciudad de México?